
En mi paseo matutino dominical hice un alto para contemplar el río, que bajaba crecido y casi alcanzaba el nivel de la pasarela. Algunos troncos y piedras obstaculizaban su impetuosa energía, pero el agua los saltaba, los rodeaba, los traspasaba para seguir su curso. Escuché la melodía de la corriente al pasar y de los pájaros que la acompañaban con sus trinos, saludando al sol del mediodía. Y durante un momento no pensé en nada.
Ahora se denomina “meditación” en un sentido espiritual a ese estado de quietud mental, en que se desdibujan los límites físicos y se percibe la unidad que yace al fondo de las apariencias, en la que se funden el observador y lo observado. Pero esa palabra está contaminada con su significado tradicional que hace referencia a procesos intelectuales, pues la propia definición del diccionario habla de “pensar y considerar un asunto con atención y detenimiento para estudiarlo, comprenderlo bien, formarse una opinión sobre ello o tomar una decisión”.
Pero eso no significa que nuestra tradición cristiana no haya hecho nunca referencia a esa realidad, sino que nuestros místicos la llamaban “contemplación”, que me parece una palabra más afortunada para describirla. El diccionario define contemplar como “observar con atención, interés y detenimiento una realidad, especialmente cuando es tranquila y placentera o cuando se hace con pasividad”. Hago notar que nada tiene que ver la acción de “reflexionar” con la de “observar”, porque el cerebro no procesa la información de la misma forma, es más, el hecho de estar atento en la contemplación le impide razonar. Pero no permanece exactamente “pasivo”, como dice el lexicógrafo, sino fijándose en lo que está observando, concentrado en la percepción directa la realidad, sin pasarla por filtros morales o especulativos, ni teñirla con el color de los recuerdos de experiencias anteriores o supuestos “aprendizajes” del pasado. Con la inocencia de la primera vez, sintiendo la maravilla que se manifiesta detrás de aquello a lo que no solemos dar importancia.
A veces siento que la naturaleza me sacude para despertarme del letargo de la indiferencia, que hace que mi sensibilidad resbale por lo que me rodea sin notarlo de verdad, sin estar presente en el momento, ni permitir que me calen tantos milagros cotidianos. Doy tan por supuesto que el sol va a salir y a ponerse cada día, que el cielo adquiere diferentes tonos, que las plantas crecen y se agostan según las estaciones del año… que me parece estar viendo a diario la misma aburrida película, cuando a cada instante la vida está cambiando la cartelera.
Pero incluso mis sentidos acaban distrayéndome con los engañosos espejismos que proyectan ante mí. Entonces busco el descanso en la oscuridad, la inmovilidad y el silencio. Percibo mi respiración como una ola del océano de la vida, que entra y sale de mí, en un movimiento constante de aceptación y desapego. Y en el latido de mi corazón reconozco la música del tiempo y de la vida. Y percibo la continuidad de la energía más allá de la piel. Y la luminosa negrura proyectada en el interior de mi frente. Y esa nada cuajada de plenitud en mi vientre, cuyo peso equilibra mis vaivenes. Cuando contemplo, sé sin estudiar, disfruto sin placer, siento sin procesar, amo sin objeto, en un puro acto de ser, sin utilidad ni motivo.