
No me mueve a reflexionar sobre la memoria la nostalgia de aquellos lejanos tiempos en que podía terminar las frases sin que la palabra precisa jugara al escondite conmigo, sino la pena de ver cómo a mi madre se le van desvaneciendo los recuerdos.
Medio en broma medio en serio le digo a ella (y me digo a mí misma) que andar desmemoriada es una garantía de vivir “reiteradamente” en el presente, pues vuelve a ser nuevo lo que ya has vivido antes. Digamos que se trata de un “mindfulness” involuntario. Imagino que alguno llamará a eso “ver el vaso medio lleno” y buscar el lado bueno de los acontecimientos, pero ayuda a no dramatizar una situación que, con otro enfoque, podría sentirse como angustiosa. De hecho, aunque sea un fastidio olvidar datos, fechas o citas, se soluciona fácilmente anotando en una agenda o un calendario, o consultando la Wikipedia.
Pero lo que verdaderamente agobia es pensar que pueda llegar un momento en que no seas capaz de valerte por ti misma para lo más elemental, tan vulnerable y dependiente como un bebé. Como dice mi madre: “de que no valgas para nada”. Lo cierto es que la fragilidad acostumbra a ser mejor maestra que la autosuficiencia, porque te sitúa en una posición de humildad y apertura, la mejor para descubrir cuál es tu auténtico “valor”, que no radica en el hacer, sino en el ser. Es la estación de recoger los frutos sembrados cuando eras joven, de confiar en las personas que te aprecian y permitirles que te cuiden, porque también ellos “necesitan” mostrarte su amor y gratitud, ya que la caridad, a veces, más que en dar está en recibir. Y tu mera existencia ya es una compañía, un testimonio, una enseñanza para los demás.
También le digo que la mala memoria es garantía de felicidad, porque se te olvida todo aquello que te resulta doloroso y que se agranda cuanto más lo rumias. Así visto, los rencores y resentimientos no interesa tenerlos en mente. Y, de hecho, siempre que mi madre se lamenta de que no tiene recuerdos del confinamiento, la felicito. Además, dicen los que saben que nuestro recuerdo actual de un hecho pasado, no es más que una reproducción de la última vez que lo trajimos a la memoria, y que por eso cada vez se corresponde menos con lo que sucedió en realidad. Pero “recordar” es pasar dos veces por el corazón y por eso cuesta tanto desprenderse de lo que nos es más querido, o incluso de lo más “odiado”, porque esos sucesos y la carga psicológica que nos dejaron nos han marcado.
Es difícil no sucumbir al miedo a perder la propia identidad si dejo de tener presente lo que ha sido mi vida, en qué lugares se ha desarrollado, con qué personas, qué logros o aprendizajes he obtenido. De que, parafraseando a Pedro Casaldáliga, cuando llegue al final del camino y abra mi corazón, no pueda leer los nombres allí inscritos y no sepa qué contestar cuando me pregunten: “¿has vivido?”, “¿has amado?”. Pero me consuela la intuición de que allí estarán, los recuerde o no, vitales, vibrantes, respondiendo por mí con voz enérgica y cantarina: “Sí, ha vivido”, “Sí, ha amado”, “Sí, yo la he querido”. Y de que en ese lugar sagrado, protegidos en lo más hondo de la inconsciencia, morarán por siempre las experiencias, los pensamientos y sentimientos más hermosos, porque forman parte de esa identidad que no depende de las circunstancias sino del ser profundo.