Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Siempre he pensado que entre las necesidades básicas para la supervivencia del ser humano, al mismo nivel que comer, beber, dormir, abrigarse… se encuentra el quejarse.
De forma que si no se tienen razones objetivas para lamentarse, hay que inventarse esos motivos o ponerse en situaciones innecesarias hasta generarlos, porque si no parece que nadie se va a fijar en uno y que los que supuestamente están pasándolo peor que nosotros se nos “cuelan” en la fila donde se reparten los mimos y miramientos. Como todos queremos que nos hagan caso, se acaba generando la espiral del “y yo más”, de modo que si uno se queja de un uñero, el siguiente lo hará de juanetes, el otro ya tendrá un esguince y el último habrá sufrido gangrena y le habrán amputado el pie.
Parece que si rezongamos o soltamos una palabrota va a doler menos el dedo que nos hemos pillado con la puerta, o se disolverá algo el agobio cuando deseamos hacer muchas cosas en poco tiempo, o será menos cargante el jefe, o nos va a resultar más fácil encontrar aparcamiento… Lo cierto es que los exabruptos no son un ensalmo mágico que transforme la realidad, si acaso un desahogo para soltar presión, porque el dolor, la prisa, el atosigamiento, los errores, las dificultades siguen ahí, exactamente igual, antes y después de jurar en arameo, por lo que no parece que el “abracadabra” sirva para mucho.
Se me ocurren varios motivos por los que a veces recriminamos a alguien que es un “quejica” (o es a nosotros a quienes nos lo reprochan).
Por ejemplo, que estemos muy a gusto en una situación injusta para otra persona y nos incomode tener que cambiar nuestra actitud o comportamiento hacia ella, por lo que restamos validez a sus demandas. A veces llamamos “queja” a un débil intento de poner límites. Si una situación nos resulta intolerable, decir que no nos gusta no debería sonar a lamento, sino a protesta. Si actuamos como un chihuahua que se mueve de un lado para otro haciendo guauguau guauguau, nadie tomará en serio nuestros “ladriditos” porque, como dice el refrán, perro ladrador, poco mordedor. Mejor ser un mastín, que no se inmuta hasta que alguien se acerca demasiado y entonces se limita a gruñir y enseñar los dientes, manteniendo con firmeza y calma su posición, a no ser que algún intrépido inconsciente se empeñe en buscarse problemas.
Otra posibilidad es que la persona que se queja lo haga para convertirse en el centro de atención, para conseguir privilegios, para lograr que otros se plieguen a su voluntad… En este caso la manipulación cambia de sentido y se trata de generar sentimientos de compasión o de culpa en el otro, con la idea de salirnos con la nuestra. A veces las miradas desvalidas y los maullidos marrulleros de gatito extraviado son un temible canto de sirenas para atraer víctimas incautas. Si cedemos a un chantaje emocional estamos dando a una persona tóxica el mando para “teledirigirnos”, lo cual a la larga o a la corta nos producirá insatisfacción y sufrimiento. Negarse a seguir este juego no es egoísta, es razonable, por nuestro propio bienestar psíquico e incluso para que esa persona cambie esa actitud tan destructiva.
(Continuará)