domingo, 30 de junio de 2024

domingo, 30 de junio de 2024

Retazos de la infancia

Dejando huellas
Anuski

Pertenezco a la década de los 60. He coincidido con varias generaciones, la de mis abuelos, solo conocí a tres, la de mis padres, la de mi hija y la propia.

Si tuviera que elegir me quedaría con la mía. Después de poner en una balanza aspectos positivos y negativos, la balanza se inclina al lado positivo, sin dudar que de lo negativo aprendiera.

A mis abuelos les costó salir adelante, eran familias con muchos hijos o con un índice de abortos o mortalidad de niños considerable.

De algún modo con su trabajo levantaron un país.

Fueron tiempos de escasez, de mucho trabajo y de gran esfuerzo. Aún recuerdo cuando mi abuela materna comentaba que acudía a lavar a un riachuelo la ropa y que frecuentemente durante el invierno rompía el hielo para poder hacer su tarea. También me habló de las famosas cartillas de racionamiento.

Cada casa, a medida de sus posibilidades, era un poco autosuficiente para subsistir con poco, hacer pan, vendimiar, a veces con los niños a la espalda o cultivar un pequeño huerto para el consumo propio. Unas gallinas que proporcionasen huevos o un cerdo que criar para aprovechar de él hasta los andares. Otros con más posibilidades tenían su propio establo con vacas que les proporcionaban carne y leche.

Me resultaba doloroso cebar aquel porcino y luego sacrificarlo, pero reconozco que el bocadillo de chorizo era una de mis preferidos.

Recuerdo el arte de la matanza, un vecino nos ayudaba en dichas tareas. Para mi hermano y para mí la experiencia de rellenar las tripas, previamente lavadas, resultaba divertido. Yo me esmeraba en que no se reventase la tripa, pero mi hermano daba con tanta rapidez a aquella máquina de hacer chorizos, que a menudo reventaba la tripa con la consiguiente carcajada y por supuesto era apartado del “oficio”, luego se pinchaban los corras para liberarlas del aire y acto seguido a curar, bien al olor del humo o al frío de la montaña.

La generación de mis padres fue un poquito mejor, cubríamos las necesidades básicas y poco más, reconozco que éramos conformistas y disfrutábamos con lo que teníamos. Un regalo en la noche de Reyes, y recuerdo con intensidad cuando mi abuela, que vivía con nosotros, regresaba del centro de hacer la compra, mi hermano y yo revolvíamos sus bolsas hasta encontrar el ansiado TBO. En el caso de mi madre, ni se nos ocurría hacer esto. Cosas de abuelas. A veces aquellas maravillosas bombas de crema también aparecían de vez en cuando por casa. Pequeños placeres a los ojos de un niño de la época.

Reconozco  haber sido una niña sumisa, creía que era lo correcto, hoy reconozco que no. No sabía decir que no, no ponía límites y a veces obedecía simplemente por no disgustar a los demás.

Forjada mi autoestima, a una avanzada edad, a través del curso del Teléfono de la Esperanza, me di cuenta de lo que me había perdido y comencé a ser una persona un poquito rebelde, como una oveja negra, entendido esto como poder permitirme pensar distinto a los demás, es decir no seguir viviendo como rebaño.

Los siguientes cursos realizados en el teléfono me han proporcionado una base sólida personal que me permite experimentar en la vida intentando que esta no me lastime. Un cambio de muda como las culebras que les permite “renacer”.

Mi niñez fue estupenda, arropada, protegida, pero al despuntar la adolescencia fue complicada, tristeza, cierta apatía, era introvertida.

Recuerdo los primeros años del colegio en el pueblo. Un grupo numeroso de distintas edades, chicos y chicas con mandilones negros para ellos y blancos para nosotras, parecíamos ángeles y demonios.

Años de pizarra y pizarrín unidos a la Enciclopedia Álvarez; se valoraba mucho la ortografía, cosa que hoy agradezco muchísimo.

La etapa de la E.G.B fue especial para mí. Mi primera profesora y tutora era una mujer poco agraciada en su físico, imponía su rostro serio y su ceño habitualmente fruncido, sin embargo, como persona y profesora era excelente, se llamaba Quinidia, Doña Quini para los alumnos, todo un fichaje para el colegio; imprimía carácter como los sacerdotes de antaño.

Recuerdo con agrado los juegos en la calle. En el patio del colegio, el juego de la goma, que se iba subiendo para conseguir saltarla a diferentes alturas y allí estaban los chicos, intentando averiguar el color de nuestras prendas interiores, que de aquella, casi llegaban a la rodilla. Oíamos azul, amarilla, rosa… ¡que diversión!

Otro de mis juegos preferidos era campos medios, dos equipos dispuestos a ganar vidas, me emocionaba jugar a esto.

El juego de la semana que se realizaba a la pata coja, golpeando la piedra o la teja con el pie de apoyo. Se perdía cuando se pisaba raya o la teja.

Hacer cabriolas con la comba con rapidez y destreza.

Por las noches en verano eran habituales las tertulias nocturnas para los adultos y los juegos para los niños. Una vida que no han conocido nuestros hijos.

Y así llegué al instituto, a experimentar la cruel y a la vez suave caricia de la adolescencia. “Vivir experiencias para crecer”.