sábado, 25 de mayo de 2024

sábado, 25 de mayo de 2024

El síndrome de la mujer maravilla

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

Si no llega a ser por un curso sobre la igualdad de género que estoy haciendo, jamás habría imaginado que existía un síndrome con ese nombre, y mucho menos que me incluyo entre los numerosos “pacientes sin diagnosticar”. Sus síntomas consisten en pretender ser absolutamente eficaz tanto en lo profesional como en lo familiar y personal, a ser posible sin despeinarme y con una sonrisa permanente, y culpabilizarme si no rindo en cualquiera de los infinitos frentes que tengo abiertos, pensando que si otras pueden con todo (o eso supongo), yo también debería.

Después de muchos siglos con una estricta distribución de roles “masculinos” y “femeninos”, a veces cuesta desechar ciertos prejuicios o errores, que atentan contra el espacio que nos reservamos para nuestro disfrute y crecimiento individual. Ya sea por permitir que lo laboral sobrepase sus límites razonables para “demostrar” no se sabe qué o porque la confusión entre los ámbitos personal y doméstico te haga creer que te estás dedicando todo el tiempo que te deja “libre” el trabajo, cuando puede haberse convertido en una segunda jornada laboral, igual de exigente pero sin reconocimiento alguno, ni siquiera por tu parte.

Las tareas de la casa y la atención a familiares considero que, dependiendo del espíritu con que se hagan, pueden constituir una prueba material de afecto. Un regalo de bienestar y cariño para los tuyos. Pero de ahí a que “te realices” haciendo camas y pasando la fregona hay un mundo. A veces me consuela cuando siento que “he fallado” como hija, esposa, hermana… porque he perdido la paciencia o dado una mala contestación, repasar la lista “efectiva” de pequeños actos objetivos e innegables que he realizado en favor de mis seres queridos ese día. Parece bastante comprensible que mi calma interior se resienta cuando no he parado un momento, preocupada y tensa por estar “a todo”. Así que he decidido aparcar a un lado mi exceso de responsabilidad y empezar a cuidarme un poco. Y así ir drenando esa amargura y mal humor, producto de la fatiga y la frustración, que me convierten en una gruñona insoportable y aguafiestas.

Me siento menos culpable cuando me niego a una petición porque me coincide con un compromiso previo que creo lo suficientemente importante o proporcional, por ejemplo, asistir a una clase o entregar a tiempo un artículo para el blog. Pero defiendo con menos ardor aquellas actividades que solo tienen valor para mi bienestar personal. ¿Cómo digo que no a quien “me necesita” porque me iba a dar un baño de espuma con velitas, o porque me apetece a garabatear un dibujo en un papel simplemente para dejar fluir mi creatividad? Me sentiría egoísta y estúpida alegando semejantes “excusas”… pero es que no tengo por qué disculparme por disponer de mi tiempo. Y además la mayoría de esas demandas tan “urgentes” podrían esperar o ser atendidas por otro: lo más doloroso que se puede decir de una renuncia es que era innecesaria.

La autoinmolación no es un valor. No tienes que “merecerte” que te quieran y te respeten, ya eres digna de todo el amor, pero reconócelo ante ti misma si pretendes que sea evidente para los demás. Ni eres la única que sabe hacer las cosas “en condiciones”, ni haces ningún bien a tu entorno por evitar que los demás asuman responsabilidades y crezcan en autonomía, ni estás enviando un mensaje apropiado estando siempre dispuesta a renunciar o posponer tus intereses. Olvídate de ser “doña Nicolasa, la perfecta ama de casa”, la que lo tiene todo controlado… Basta con que seas una persona real, que sabe amar al otro, pero también se siente básicamente satisfecha con su vida, en la que tienen cabida sus sueños más profundos y no solo las obligaciones. Ten compasión de ti y resérvate un tiempo para descansar el cuerpo y atender al alma, que dará abundantes réditos de paz, lucidez y alegría, de los que se beneficiarán los que te rodean tanto o más que tú.