VIENTOS DE CAMBIO
Los tiempos de cambio se parecen a esos días ventosos en que los ojos lagrimean, duelen los oídos y el aire helado raspa el interior de las fosas nasales. Cuando los árboles se ven obligados a recomponerse y atusar sus ramas después de cada soplo, como si fueran una muchachita de melena rebelde y enmarañada, sin que el viento travieso les dé tregua. Y las nubes apresuran su paso por el cielo, perseguidas por alguna rugiente fiera atmosférica.
En estos momentos me encuentro en
el vórtice de un torbellino de circunstancias agitadas, que afectan mi vida
personal, profesional y familiar. Y me siento inmóvil en medio de ese remolino
vertiginoso de lugares, grupos y personas que vienen y se van. Un desfile de
puertas que se cierran inesperadamente y de ventanas que se entreabren, de
oportunidades que pasan fugaces delante de mis ojos como si viajara en un tren
en marcha, aturdida por la velocidad con la que se sucede el paisaje. Hace
falta mucho coraje para saltar del tren o para accionar el mando de emergencia,
para preferir apearme en una estación o esperar a la próxima, pues el temor a
equivocarme me paraliza y siento la tentación de quedarme quieta, a ver si el
vagón se detiene por sí solo, o descarrila.
San Ignacio aconsejaba sabiamente
«en
tiempo de tribulación no hacer mudanza», pero a veces se impone actuar, por más
que asuste, en especial cuando llegas a una encrucijada o a un callejón sin
salida aparente, una situación contradictoria en la que ninguna elección parece
impecablemente correcta. Y eso me genera inquietud por no atinar con el orden
de prioridades y remordimiento por estar descuidando algún aspecto importante o
defraudando a mis seres queridos. Y entonces me bloqueo… y trato de aliviar ese
creciente malestar que me roe por dentro adormeciéndome con distracciones que
me hagan olvidar la realidad, como internet o las redes sociales, evitando
tomar decisiones.
Sospecho que la causa es que, como buena
occidental que soy, trato de “solucionar” eso que mi amigo Toni Consuegra llama
“los acertijos de Dios”, como si fueran una adivinanza en lugar de una
paradoja. Los maestros zen utilizan unas historias llamadas “koan” para
comprobar los progresos de sus discípulos, pues para lidiar con esas paradojas
que tanto desconciertan a la mente e inquietan el corazón tal vez haya que
renunciar a dar con la “respuesta acertada” desde el punto de vista intelectual
y simplemente permitir que las contradicciones no se “resuelvan”, sino que se
“disuelvan” en la intuición, como el azúcar en el té caliente.
Ya que no tengo cuatro brazos, como la
diosa Kali, para llegar a todo lo que me gustaría, me da paz decirme que si
Dios no me ha dado más será porque con dos me basta. Que tal vez no tener más
remedio que aceptar esas limitaciones sea la forma de entrenarme en poner plena
atención en la actividad que he determinado hacer en cada momento, sin ceder a
los revoloteos mentales. Y cuando termine, escuchar la voz que susurra en mis
adentros cuál debe ser el siguiente paso. Y darlo. Pero si siempre es difícil
para mí, ahora que los cambios se suceden tan deprisa a mi alrededor, me cuesta
aún más sopesar los riesgos y sentirme segura de mis decisiones. Por eso mi
prioridad no es correr, sino pararme y respirar, aunque me parezca
contraproducente, aunque tenga que ir a contracorriente de mis impulsos
automáticos.
Agradezco (aunque sea con la boca
chica) estar viviendo esta situación, que tal vez compartas, porque me lleva a rendirme
y admitir que no “controlo” mi realidad. Y a fiarme de la intuición que nace de
mi interior, como una brisa suave que va haciéndose más poderosa conforme
confío más en ella, que llena las velas de mi barco y me conduce dulcemente a puerto
cuando se lo permito.