sábado, 6 de abril de 2024

sábado, 6 de abril de 2024

vientos de cambio

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

VIENTOS DE CAMBIO

Los tiempos de cambio se parecen a esos días ventosos en que los ojos lagrimean, duelen los oídos y el aire helado raspa el interior de las fosas nasales. Cuando los árboles se ven obligados a recomponerse y atusar sus ramas después de cada soplo, como si fueran una muchachita de melena rebelde y enmarañada, sin que el viento travieso les dé tregua. Y las nubes apresuran su paso por el cielo, perseguidas por alguna rugiente fiera atmosférica.

En estos momentos me encuentro en el vórtice de un torbellino de circunstancias agitadas, que afectan mi vida personal, profesional y familiar. Y me siento inmóvil en medio de ese remolino vertiginoso de lugares, grupos y personas que vienen y se van. Un desfile de puertas que se cierran inesperadamente y de ventanas que se entreabren, de oportunidades que pasan fugaces delante de mis ojos como si viajara en un tren en marcha, aturdida por la velocidad con la que se sucede el paisaje. Hace falta mucho coraje para saltar del tren o para accionar el mando de emergencia, para preferir apearme en una estación o esperar a la próxima, pues el temor a equivocarme me paraliza y siento la tentación de quedarme quieta, a ver si el vagón se detiene por sí solo, o descarrila.

San Ignacio aconsejaba sabiamente «en tiempo de tribulación no hacer mudanza», pero a veces se impone actuar, por más que asuste, en especial cuando llegas a una encrucijada o a un callejón sin salida aparente, una situación contradictoria en la que ninguna elección parece impecablemente correcta. Y eso me genera inquietud por no atinar con el orden de prioridades y remordimiento por estar descuidando algún aspecto importante o defraudando a mis seres queridos. Y entonces me bloqueo… y trato de aliviar ese creciente malestar que me roe por dentro adormeciéndome con distracciones que me hagan olvidar la realidad, como internet o las redes sociales, evitando tomar decisiones.

Sospecho que la causa es que, como buena occidental que soy, trato de “solucionar” eso que mi amigo Toni Consuegra llama “los acertijos de Dios”, como si fueran una adivinanza en lugar de una paradoja. Los maestros zen utilizan unas historias llamadas “koan” para comprobar los progresos de sus discípulos, pues para lidiar con esas paradojas que tanto desconciertan a la mente e inquietan el corazón tal vez haya que renunciar a dar con la “respuesta acertada” desde el punto de vista intelectual y simplemente permitir que las contradicciones no se “resuelvan”, sino que se “disuelvan” en la intuición, como el azúcar en el té caliente.

Ya que no tengo cuatro brazos, como la diosa Kali, para llegar a todo lo que me gustaría, me da paz decirme que si Dios no me ha dado más será porque con dos me basta. Que tal vez no tener más remedio que aceptar esas limitaciones sea la forma de entrenarme en poner plena atención en la actividad que he determinado hacer en cada momento, sin ceder a los revoloteos mentales. Y cuando termine, escuchar la voz que susurra en mis adentros cuál debe ser el siguiente paso. Y darlo. Pero si siempre es difícil para mí, ahora que los cambios se suceden tan deprisa a mi alrededor, me cuesta aún más sopesar los riesgos y sentirme segura de mis decisiones. Por eso mi prioridad no es correr, sino pararme y respirar, aunque me parezca contraproducente, aunque tenga que ir a contracorriente de mis impulsos automáticos.

Agradezco (aunque sea con la boca chica) estar viviendo esta situación, que tal vez compartas, porque me lleva a rendirme y admitir que no “controlo” mi realidad. Y a fiarme de la intuición que nace de mi interior, como una brisa suave que va haciéndose más poderosa conforme confío más en ella, que llena las velas de mi barco y me conduce dulcemente a puerto cuando se lo permito.