ABUNDANCIA
Hoy salí al campo. Es primavera. El aire huele a miel y a flores. Cuando contemplo los infinitos brotes que nacen de los árboles antes desnudos, las margaritas y dientes de león que inundan los campos verdes, la exuberante vida que renace… comprendo la satisfacción del Creador cuando vio la bondad y belleza de cuanto había creado.
Con solo abrir mis sentidos a la Naturaleza
basta para que me invada con su apabullante vitalidad y riqueza. Me maravillan
los paisajes, las plantas, los animales… todo lo que se encuentra en el planeta
Tierra y en el universo infinito. Pero especialmente los seres humanos: el ajustado
mecanismo de sus cuerpos, su habilidad e inteligencia, su capacidad para
sentir, amar, crear y conectarse, su espíritu.
Y, sin embargo, a veces comienzo
la mañana con las orejeras puestas y solamente alcanzo a percibir lo feo, lo
malo, lo insuficiente. El día nublado, el cansancio, las ojeras, las
preocupaciones, los agobios de trabajo, los defectos de la gente, el roto en el
calcetín, las impertinencias, el dolor de cabeza, las renuncias, las
exigencias, las prisas… Me siento infeliz y pobre, llena de carencias,
anhelando un no sé qué que me falta.
Deseo despertarme de esa
pesadilla triste, arrancarme esos filtros que opacan la realidad y no admiten
más colores que una limitada gama de grises, diluyen los aromas y sabores
deliciosos hasta convertirlos en insípidos reflejos de sí mismos, e interpretan
como ruido disonante las melodías y como agresión el contacto de la piel.
Si fuera un árbol no me
cuestionaría ni a mí, ni a mi función. Me dejaría nutrir por el suelo, el sol y
el aire, tomaría lo que necesito para crecer y no más, no “competiría” por mi
espacio o mi lucimiento, no desearía “ser mejor”. Daría sombra y cobijo a
quienes se refugiaran bajo mis ramas y los alimentaría con mis frutos, con
inconsciente generosidad. Si fuera un manzano no anhelaría ser naranjo, o pino,
ni reservaría mis manzanas para mí sola, negándome a devolver a la naturaleza
lo que de ella he recibido por miedo a no tener bastante.
¿Por qué tendría que ser tan
distinta a un árbol? ¿Por qué no acepto cómo soy, con mis necesidades y
limitaciones, pero también con mis cualidades y buenas acciones, con una valía
intrínseca e independiente del “éxito” alcanzado? Después de toda una vida
tratando de ajustarme a un ideal de perfección tan raquítico como inalcanzable,
cada vez estoy más convencida de que no tengo que esforzarme por alcanzar la
plenitud, porque esta habita dentro de mí desde la misma concepción. Igual que
les ocurre a todos los demás, tú incluido. Si escucho esa voz interna y actúo
en coherencia con mi propio ser, nutriéndome de lo que me rodea sin
remordimientos y repartiendo mis frutos sin tacañería, tal vez encuentre
sentido a mi existencia.
Hoy salí al campo. Es primavera.
El aire huele a miel y a flores. Acepto con gratitud el soporte amoroso de la
tierra, la caricia silenciosa del sol y el aliento vital que me rodea. Las
hierbas silvestres mullen mis pies con delicado frescor. Los árboles, mis
amigos, dejan caer sus brotes sobre mí, bendiciéndome. Danzo inmóvil la armonía
y canto en silencio la felicidad. Me hago consciente de mi infinito valor de
criatura, pues por mis venas corre savia de vida y energía de creación. ¡Cuánta
belleza cabe en un ser humano! ¡Cuántas esperanzas en la Humanidad! ¡Qué fácil
ser pródiga en frutos generosos cuando tu corazón se sabe rico y abundante!