Tal vez la mayor dificultad que me encontré cuando formé parte de un coro fue no conectar con mi propia melodía e irme a lo que los demás estaban cantando. La propia inseguridad de haber fracasado en ocasiones anteriores me condicionaba negativamente y dejaba de escuchar mi propia voz, precisamente por miedo a “perderla”, para acabar emitiendo un zumbido sordo y desafinado en lugar de entonar lo que me correspondía. Y lo mismo me ha sucedido en la vida, que cuando he experimentado dudas sobre lo que tenía que hacer y sobre mí misma he acabado haciendo realidad mi temor de no ser capaz de “dar la nota” justa y arruinar la interpretación.
Es estupendo ser una persona responsable, que no rehúye sus obligaciones y arrima el hombro cuando toca sostener, tanto en el trabajo como en las relaciones sociales y familiares, pero el propio exceso de autoexigencia puede convertirse en un obstáculo. Asumir tareas que no te competen o que superan tus fuerzas acaba siendo contraproducente, porque los demás no se hacen cargo de su parte y tú acabas no pudiendo ni con lo tuyo, con lo que al final la situación se deteriora y te sientes terriblemente culpable e inútil, además de resentida.
Si bien puede ser una tendencia propia de algunos tipos de personalidad, como la mía, suele agudizarse cuando se trata de la asistencia a personas queridas, que por su edad o estado de salud son dependientes de su entorno. Con la mejor voluntad puedes adjudicarte cargas que no te corresponden o que, simplemente, no puedes llevar. Tal vez un día, una semana, un mes… pero no indefinidamente. Porque uno también es de carne y hueso, y tiene sus límites físicos y psicológicos. ¿Y si se rompe el cuidador, quién se va a ocupar de la persona que está cuidando?
La culpa no suele ser buena consejera. El corazón a veces necesita sentarse a charlar con la cabeza. Y con las tripas. Desde luego que sería estupendo llegar a todo y prestar una atención absoluta veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días al año (salvo bisiestos), pero no es realista, ni viable. Todos precisamos de tiempo de calidad para nosotros mismos, dar alas a nuestros sueños, disfrutar una vida plena y descansar. Y no contar con esas necesidades supone hacer planes poco realistas, porque primero se resentirá nuestro ánimo y luego nuestra salud, de forma que igual “estamos de cuerpo presente”, a fuerza de voluntad, pero mal a gusto, impacientes y tratando a los demás con la misma intransigencia y brusquedad con que nos tratamos a nosotros mismos.
Decía Jesús: “Ama al prójimo como a ti mismo”. No quererte a ti mismo implica que el amor que crees estar procurando a los demás no es de calidad, ni genuino, sino que está teñido de insatisfacción, remordimiento y tristeza. Precisamente porque queremos el bienestar de ese ser querido tenemos que aprender a velar por nosotros mismos. La primera instrucción para los equipos de salvamento siempre es la seguridad del que presta ayuda, porque si falla eso todo lo demás sobra. ¿De qué sirve que en vez de un muerto o un herido grave haya dos?
Igual que para que un coro suene armónicamente cada uno ha de atenerse al papel que le asigna la partitura, en lugar de “quemarte” realizando tareas que podrías delegar, mejor sería dedicarte a aquello en lo que realmente eres insustituible, que es brindar cariño, confianza, alegría y apoyo a los tuyos.
Buscar ayuda cuando es necesaria se puede sentir como abandono o egoísmo, pero no es cierto; todo el contrario, hacer caso a esa voz interna que te dice que estás superado acaba redundando en beneficio de todos.