Trastear en el desván de la casa del pueblo supone un viaje al pasado, que a veces se remonta cien años atrás. La mayor parte de las veces el trayecto finaliza en el contenedor de basura, pero otras lo “viejo” ha trascendido para convertirse en “antiguo”, adquiriendo un valor añadido. Con un lijado y algo de pintura una mesita de noche recupera su esplendor, un retapizado convierte un sillón desgastado en un asiento “vintage” o un aguamanil pasa a adornar con estilo una esquina del dormitorio, aunque haya perdido su utilidad original.
Lo mismo sucede con la sabiduría y el arte, pues el espíritu humano no ha variado esencialmente a lo largo de los milenios de vida de la especie “homo sapiens”, aunque la soberbia presentista nos hace imaginarnos más listos y evolucionados que nuestros antecesores, cuando se repiten desde hace siglos conceptos, actitudes y palabras, pues ya Ovidio se quejaba de lo maleducada que era la juventud del siglo I, casi con las mismas palabras que lo hicieron nuestros abuelos y vamos en camino de hacer nosotros también.
En todo texto literario o sapiencial que merezca tal nombre cada palabra presenta “espesor” léxico y admite diferentes capas de significado, pero solo se convierte en un “clásico” si es capaz de lanzar un cabo que un lector de otro tiempo o cultura pueda recoger. Si no, carece de riqueza y profundidad. Pero no siempre se va a interpretar exactamente lo mismo que el escritor quiso decir, sino que nuevas miradas y circunstancias van a encontrar inspiración para sí mismas, si ciertamente esas palabras procedían del mismo centro del ser humano, pues el corazón a veces es capaz de expresar lo que a la mente se le escapa.
Por ejemplo, el Góngora de la generación del 27 no era el mismo que para sus contemporáneos, pero poetas como Lorca o Miguel Hernández supieron captar algunos aspectos que subyacían a su poesía, cargados de sentido, aunque solo perceptibles desde una perspectiva novedosa. Recuerdo que mi profesor Eugenio de Bustos nos habló en clase de uno de los alumnos que había tenido hacía tiempo, cuando enseñaba en secundaria, que en un examen comentó el romance popular “Que por mayo era por mayo” en clave de mística. Ese chaval se llamaba José Manuel Blecua y acabó siendo un prestigioso filólogo, que ya desde joven era capaz de encontrar significados ocultos más allá de lo obvio.
Quien piensa que no tiene nada que aprender de los sabios de la antigüedad y rechaza los logros intelectuales o morales alcanzados por personas de otras culturas está renunciando a un poderoso impulso para su desarrollo interior, condenado a empezar desde cero en lugar de edificar sobre lo que otros han construido ya, para obtener una perspectiva más completa del ser humano en su conjunto e incluso de las circunstancias concretas que le ha tocado vivir. Pero también hay un elemento de pereza y de servilismo a la tradición en no abrirse a interpretar personalmente los textos encumbrados a la categoría de “modelos” o de “revelaciones”, en coherencia con lo que le dicen a uno mismo en lugar de reducirse a la “versión oficial” que personas “de autoridad” le presentan, que a veces se ha quedado trasnochada y pide a gritos una revisión. Hay maestros como Jesús, Buda, Rumi… que han vivido de forma consecuente con su pensamiento y que tienen un mensaje intemporal que transmitir, que merece la pena volver a repasar con mirada inocente una y otra vez, porque la autenticidad de sus palabras tiene la cualidad de tocar el alma del que está buscando verdad, bien y belleza.