
Hay momentos en los que mi piel exuda gratitud y hasta puedo sentir su aura luminosa y cálida rodeando mi cuerpo. Suelen coincidir con situaciones dulces, en las que parece que la vida fluye sin escollos, con suavidad y fácilmente; cuando siento el cariño de los que me rodean como un calmante bálsamo que me cura de las decepciones, el desasosiego y el dolor. Flotando sin esfuerzo en un mar en calma, al menos durante un rato. Valoro entonces a mi familia, a mis amigos, mis circunstancias favorables… sin dar tanta importante a lo que “me falta” o lo que, tantas veces, considero “mejorable”, para simplemente disfrutar del instante y de la compañía.
Pero se me queda corto el agradecimiento si solo lo tengo presente en cuatro eventos especiales de los que he sido protagonista: mi boda, mi lectura de tesis, la presentación de mis libros, mi cumpleaños… Incluso si añado los festejos familiares, las celebraciones con amigos o colegas, los espectáculos que me han impactado, los viajes, las salidas al encuentro de la naturaleza, las conversaciones especialmente “nutritivas” para el alma… siguen acumulando pocas horas al cabo de un año.
Jorge Bucay, en su cuento “El buscador”, habla del cementerio de una ciudad llamada Kammir donde en las inscripciones de las lápidas no figuraban la fecha de nacimiento y defunción, sino el tiempo que el difunto vivió en plenitud. A cada persona se le regalaba un cuaderno, cuando cumplía los quince años, en el que iba anotando cada sentimiento intenso y su duración. Y cuando se moría se sumaba lo que figuraba en el cuaderno, porque ese era para ellos el único y verdadero tiempo vivido. Y ninguno sobrepasaba los once años…
Realmente siento que no valoro lo suficiente los momentos cotidianos y que solo me hago consciente de las situaciones extraordinarias, ya sean gratas o dolorosas. Se me ocurre que tal vez comience a redactar un “diario de gratitud”, como sé que están haciendo algunos de mis amigos, para percatarme de todo lo que tengo que agradecer, y que gozar, en las veinticuatro horas de un lunes cualquiera: pequeñas comodidades y placeres, posibilidades de aprendizaje, belleza humilde, actos de amor sincero. Y también inconvenientes e incomprensiones, porque esos obstáculos me ayudan a estar despierta, a aprovechar el presente, a pararme a profundizar en el sentido de la existencia.
Como Joan Baez, “doy gracias a la vida, que me ha dado tanto”: ojos para ver, oídos para escuchar, manos para obrar, pies para caminar, voz para expresarme, capacidad para comprender, amar, pensar, reír, llorar… Y todo eso está al alcance de cualquiera, la mayor parte del tiempo, incluso cuando nos sentimos enfermos, cansados o agobiados. Es triste que estemos tan absorbidos por los problemas, las preocupaciones y las molestias, que entretanto se nos vaya escapando la felicidad como el agua entre los dedos, sin darnos ni cuenta.