jueves, 16 de septiembre de 2021

jueves, 16 de septiembre de 2021

Trotamundos

Ventanas al sol
Ana Cristina Pastrana

Nos habían dejado en el jardín, como se dejan las migas de pan duro a las palomas. Mi abuelo, más listo que los ratones de campo, no ignoraba lo que se cocía en la casa. Veía crecer la hierba, pero callaba. Era un toro de pura sangre diezmado. Amarrado a la silla de ruedas, esperaba el descabello. Sus ojos, gastados por el sol del estío y atemperados por la escarcha de los inviernos, leían en los gestos lo que las palabras, hipócritamente, negaban.

No era conveniente que el niño y el abuelo escucharan las discusiones de aquellos que se erigían en mayores de edad, dignidad y gobierno. Hoy decidían la suerte del viejo, la mía la barajaban a diario. Según mi madre, nunca llegaría a nada porque no tenía fuerza de voluntad. Mi padre pensaba que era un inútil, pero se lo callaba porque todo el mundo le espetaba que su retoño era igual que él.

Ambos sabíamos que la suerte estaba echada. ¡Mi abuelo estaba vendido y yo condenado a comulgar con ruedas de molino!

Le miraba desde abajo y, sentado a sus pies, pensaba en aquel cazador de perdices y su perra Canela, en las tardes que corríamos monte abajo como locos, en las patadas que le dimos al balón, en los revolcones en la era, las siestas en el pajar, en los cangrejos que, burlando a la guardia civil, llevamos del río a la cazuela. Mi abuelo conocía el monte como la palma de la mano., seguía el rastro del zorro, me enseñaba el nombre de los árboles, adivinaba el canto de cada pájaro, curaba la cecina de chivo como nadie y preparaba unas patatas con jabalí para chuparse los dedos. A menudo me contaba  descabelladas aventuras que se atribuía como propias. Era un liante de primera y Reme, la pescadera, bebía los vientos por él. Siempre se ponía de punta en blanco cuando nos acercábamos a la pescadería y no escatimaba piropos hasta ponerla colorada. La tenía en el bote. Yo, encantado de la vida, porque con eso de que a mi abuelo le tenía ley, siempre apañaba  una propina o unos bombones. En el colegio era la envidia de todos los compañeros porque, aparte de conocer los datos de todos los jugadores de la liga, era capaz de estar dos horas seguidas contando chistes. Así era mi abuelo, un trotamundos.

Agarré su mano temblorosa, antes firme y segura, esa mano protectora que me guió a través de las calles, que garabateó conmigo las primeras letras, que diseño aquel camión de cartón y dibujó el corral con las ovejas… la misma que me abrazaba cuando despertaba llorando por la noche tras una pesadilla, la que acariciaba las cicatrices que me quedaron tras la caída de la bici, la que cerraba mis párpados cuando me caía de sueño sobre su hombro, la que me atrapaba cuando cruzaba en rojo los semáforos, aquella que sostenía mi orgullo diezmado tras las puñaladas traperas que me propinaba Juanito cuando la envidia le asomaba por las orejas.

Sus pupilas se descolgaron de la cuenca de los ojos señalándome el camino de la verja. Su corazón, atrapado entre pecho y espalda, cabalgaba como un caballo desbocado. De su boca se derramó un sonido gutural que se estrelló contra el tímpano del infinito. Las flores sintieron el dolor que emanaba de su aliento taciturno. Seguí el rastro de sus ojos sabios, cosidos de sinsabores y preñados de esperanza. En el umbral de la puerta, espatarrado, se retorcía Jacinto, mi gato. Un coche lo había destripado. Un grito helado acuchilló mi garganta. El minino sabía que su hora había llegado. La esmeralda de sus ojos vomitó un río de alfileres. Le arropé con mi chaqueta y lo apreté contra mi pecho. Regresé al lado de mi abuelo. Se cruzaron nuestras miradas y dos lágrimas rodaron por mis mejillas. Los chicos no lloran, diría, pero, en esta ocasión, acarició mi cabeza con los dedos retorcidos por la artrosis. Deposité al felino en su regazo, confiando en el milagro. Su mano izquierda se paseó por el lomo del animal calmando su dolor. Las manos de mi abuelo tienen magia. Yo esperaba que lo salvara como había hecho con la burra o con los corderos, pero  le durmió para siempre.

Enterré a Jacinto en el jardín, al lado del almendro, donde anidaban los pájaros con los que jugaba. Mi abuelo asintió con la cabeza. Luego nos quedamos callados, reciclando los momentos compartidos con aquel gato callejero. Sé que él también lloraba en silencio, pero los dos seguimos mirando la puesta de sol como si no pasara nada. En la casa continuaban discutiendo. Mi madre argumentaba que no estaba dispuesta a llevar aquella carga y mi tía Luisa le echaba en cara que bien se había aprovechado cuando el padre era útil. Hablaban de testamento, dinero, bienes, residencia. El tema estaba claro: había que quitarse al viejo de encima. A mi nadie me preguntaba, a él tampoco.

Nos abrazamos como las zarzas y el rosal. Mi cuerpo sin formar y el suyo descosido. Noté el crepitar de sus huesos, la ternura que se escurría por sus dedos y, de repente, su boca se contrajo, el corazón se aceleró y la respiración, entrecortada, flirteó en su garganta. Quise pedir ayuda, pero su gesto me detuvo, suplicante. Descubrí en sus pupilas la mirada de Jacinto. Me aferré a su cuerpo desvencijado, atropellado por el hambre y la miseria, por el frío en la majada y las heladas en el monte, y recogí toda su herencia en aquel abrazo sin norte.

La luna recorrió sus brazos vendidos. Cerré sus párpados boquiabiertos. Una sonrisa cómplice se dibujó en su rostro, sembrado de arrugas. Jacinto lo esperaba en la otra orilla. Besé sus manos frías y lloré sin consuelo mientras sentía la caricia callada del mejor cuentista.