
Todos deberíamos tener el derecho a morir dignamente sin sufrimiento. Un derecho que debería asistirnos a todos y en todo el mundo. Cuántas personas mueren solas cada día, desamparadas, en una fría sala de hospital (como decía la canción de Víctor Manuel). Cuando hablé del suicidio en su día dije claramente que era el acto de libertad mayor que tiene el ser humano. El segundo de esos derechos inquebrantables debería ser morir dónde y cómo uno quiere. Pero la realidad es bien distinta. Con todo el tema de la pandemia, han fallecido personas mayores y no tan mayores alejadas de sus seres queridos, en hospitales, en geriátricos… pues se les prohibía la entrada. Otros, los menos, han encontrado el calor de los suyos en los últimos momentos. Si cuando llegas al mundo tienes a tu lado médico, matrona, anestesista o, si te parieron en casa como es mi caso, y tienes a media familia alrededor tuyo esperando a conocerte, cuál es el motivo por el que morir no puede ser igual que nacer. Morir de forma digna igual que se vive, siempre que se haya tenido la suerte de vivir de una forma relativamente confortable. A los pobres, por desgracia, no les preocupa ni cómo ni dónde van a morir.
La mayoría de las constituciones de países democráticos que rigen la convivencia de sus ciudadanos recogen en muchos artículos esos derechos a vivir con dignidad: derecho a la vida y a la integridad física y moral, a la libertad y a la seguridad, a la libre circulación y a la residencia, a la vida privada, a la seguridad jurídica, a la tutela judicial, igualdad ante la ley, la libre comunicación, libertad de expresión, derecho a la información y a la participación, derecho de manifestación, asociación y de acceso a un cargo público, derecho a la educación libre y gratuita, libertad de cátedra, sindicación, derecho a la huelga o al trabajo. ¿Pero qué hay del derecho a morir? Ni una palabra. Algún gobierno se ha arriesgado a legislar al respecto, como el que tenemos actualmente en España, pero la controversia sigue en el aire sobre cuál debe ser el mecanismo para ‘ayudar’ al enfermo terminal para acabar libre y responsablemente con su vida. ¿Quién o de qué forma se ha de administrar la dosis para que te puedas ir al otro barrio sin que existan consecuencias penales para esa o esas personas? ¿Quién pone el cascabel al gato?
La lucha emprendida por el gallego Ramón Sampedro que logró que le ayudaran a morir, una reivindicación magistralmente recogida en la película ‘Mar adentro’ de Alejandro Amenábar y protagonizada por Javier Bardem, abrió un camino importante en este país. Después han venido nuevas asociaciones creadas por familiares de personas impedidas que han deseado la muerte voluntaria y que no la han logrado ‘oficialmente’ por parte de la Administración de Justicia. Los principales escollos morales llegan también desde la iglesia católica porque se entiende que se muere cuando Dios quiere, no cuando a uno le apetezca.
Cada vez escucho más comentarios de personas mayores y no tan mayores que dicen eso de…”Si me da algo y me quedo vegetal dadme un trancazo en la cabeza o un veneno de esos que no te hacen sufrir”. No queremos ser trapos arrebujados que sean un estorbo para la familia. Normal. Apelamos al infarto como el sistema ideal de fallecimiento. De hecho cuando nos dan la noticia de que fulano apareció muerto en la cama o que mengano ‘cascó’ en plena calle sin dar tiempo a que llegaran las ambulancias, en el fondo estamos envidiando esas muertes. Para nosotros las quisiéramos. Porque hay verdadero terror a tener una agonía larga y dolorosa. Si se ha vivido relativamente bien, deberíamos tener el derecho también a morir de la misma forma. Durante toda la vida estamos aprendiendo cosas nuevas, desde bien pequeños, pero es curioso que no se nos enseñe a morir sabiendo a ciencia cierta que la vamos a ‘palmar’ sí o sí. Ya sabemos sobradamente que aquí no queda ni el tato.
Asín sea.