Desde la infancia se nos inculca el trabajo como una necesidad vital, como la razón del ser humano.
Vivimos para trabajar y la vida no tiene sentido si no desarrollamos las tareas propuestas. Constituye un deber y una necesidad a la que nos aferramos por miedo a envejecer. Nuestro balance se basa en los resultados, en las metas alcanzadas.
La vida, entonces, es un reto. Pero ese reto sólo nos sirve para compararnos con los otros y evaluarnos con razón a la posición social alcanzada. Necesitamos producir para comprar, tener para exhibir, hacer para no pensar. Trabajamos como máquinas y somos esclavos de lo que llamamos necesidades básicas.
El trabajo, a veces, es una excusa para posponer decisiones que no nos atrevemos a tomar, bien por miedo o por comodidad.
No hemos entendido que hemos nacido para vivir, para ser, para sentir y asumir con alegría aquello que nos depare la vida, por adverso que sea.