
Dicen en la India que las casualidades son sagradas. Tal vez por eso el cuento de los tres príncipes de Serendip se sitúa en Ceilán (Sri Lanka). De sus afortunadas e involuntarias peripecias, aparentemente guiadas por el destino, se derivó la palabra “serendipia” para describir los logros aparentemente debidos al azar.
Se suele aplicar la palabra serendipia a los hallazgos científicos “accidentales”, cuando se está estudiando otro tema distinto. Por ejemplo, Alexander Fleming descubrió la penicilina cuando se le contaminó con un hongo la placa de bacterias que estaba analizando o el ingeniero Percy Spencer abrió camino al horno microondas trabajando en señales electromagnéticas con fines militares, porque se le derritió la barrita de chocolate que llevaba en el bolsillo.
Pero se podría utilizar también para designar acontecimientos históricos, como la llegada de Colón a América cuando pensaba arribar en el Extremo Oriente; o empresariales, cuando de una partida de pegamento fallida partió la idea de fabricar post-it; o literarios, como cuando Jonathan Swift describió en Los viajes de Gulliver, publicado en 1752, dos supuestos satélites de Marte, cuando el descubrimiento oficial de Fobos y Deimos no ocurrió hasta 1877.
Sin embargo, todos estos hallazgos suelen tener varios factores en común: la actitud de búsqueda y observación; la apertura al posible resultado, cualquiera que este sea; y la ampliación del enfoque, para situar los hechos en un contexto más amplio. Así se conocerá el fenómeno profundamente y sin prejuicios, haciéndose patente su utilidad no buscada.
Lo mismo sucede con la vida. Si queremos vivir en una continua serendipia sólo tenemos que mostrar curiosidad por lo que nos rodea y abrirnos a todas las posibilidades, con el optimismo de considerar que lo que nos pasa es bueno para nosotros. También los aparentes “fracasos” y “desgracias”, que nos convienen por alguna razón que aún desconocemos.
No me creo que la naturaleza sea una fuerza ciega, que por un extraño azar ha sido capaz de crear el universo, con toda su complejidad. Pienso que la selección natural sirve para cuestiones de detalle, pero no es el mecanismo que ha sido capaz de dar forma a todo lo que existe. Cada uno llama a esa “razón universal” o “corazón del mundo” de una forma; yo prefiero la palabra “Dios”. Y siento su providencia, que cuenta tanto con los buenos sentimientos de los humanos, como con su ceguera, soberbia y egoísmo, pero sigue siempre adelante en su propósito de amor.
Por eso considero que si soy capaz de aceptar sin resistencias el plan de Dios para mí, el designio con el que estoy en este mundo, mi existencia será más útil y plácida. Siento que lo que llamamos “casualidades”, en forma de sucesos, oportunidades o personas, no son sino los hitos indicadores de la dirección que debo seguir. Y encontrármelas con frecuencia será un indicio de que estoy alineada con mis convicciones profundas y con los valores eternos. Si soy capaz de interpretar las señales (o confío en que tienen un sentido) sabré sacar provecho a cada experiencia que salga a mi encuentro, si no puedo como “éxito” o “placer”, al menos como aprendizaje.