
Siempre me atrajo esta palabra, efímero/a, pues si ya de por sí me atraen las palabras esdrújulas, en este caso la definición me llama poderosamente la atención. Algo de corta duración, poco más que fugaz, como esas estrellas que mueren y se dejan ver en el firmamento durante esas noches de verano despejadas de nubes.
Como el insecto denominado así, efímera, que puede pasar en su estado inmaduro (ninfa) en el fondo de los ríos durante dos o tres años pero que, cuando eclosiona y emerge como mariposa a la superficie, ya en su etapa de adulto, suele vivir uno o dos días nada más, dependiendo de la especie, un tiempo en el que ni si quiera se alimenta, tan sólo se reproduce para que las hembras puedan depositar inmediatamente sus huevos en los lechos de ríos, lagos o lagunas para luego morir y servir de alimento a ranas o peces.
Así me parece a mí la vida, efímera, como estos insectos tan especiales. El tiempo pasa inexorablemente, se nos escapa entre los dedos como el agua que recogemos con la mano. Casi sin darnos cuenta se van pasando los años, vamos soplando velas sin poner demasiado la vista atrás porque la vida nos obliga a mirar para adelante, no sea que por esa mala fortuna que ronda por ahí fuera te toque vivir una de esas desgracias irreversibles o, dicho en román paladino, te pegue una hostia de esas que rondan por desgracia y se acabó lo que se daba.
Por eso animo al que esto lea a aprovechar el momento presente sin esperar el futuro (Carpe díem), a abrazar y besar a familiares y amigos como si no hubiera mañana (si nos lo prohíben los políticos y los sanitarios hagámoslo verbalmente o por escrito); a celebrar la Navidad sin restricciones mentales a pesar del coronavirus; a comer y a beber con moderación, pero a amar sin limitaciones; a perder el miedo a vivir mientras nos quede un poquito de aire en nuestros pulmones, palpite nuestro corazón y corra la sangre por nuestras venas.
Feliz Navidad 2020, a pesar de todo, y nos leemos en 2021.
Asín sea.