Vivimos en un mundo aséptico donde creemos que la limpieza es el antídoto del miedo. Contratamos antivirus para el ordenador, nos protegemos con alarmas y dejamos nuestra seguridad en manos de la tecnología. Por esa razón nos desesperamos cuando olvidamos el móvil y el ordenador no responde. Nos sentimos desamparados. Nos aferramos a la individualidad porque tenemos miedo a desaparecer si nos reconocemos en el otro, que no es más que nuestra imagen. La socialización nos ha llevado a vender lo que no somos y, por miedo, tendemos a ejercerla a través de las redes sociales, amparándonos en el anonimato. Nuestro mayor deseo no es ser nosotros, sino gustar a los demás.
Inducidos por una sociedad competitiva, educamos a nuestros hijos priorizando su formación en detrimento de la fortaleza y la felicidad, imprescindibles para vivir. Quizás sería bueno cambiar la competitividad por cooperación y valorar más la vitalidad y a creatividad que la producción. Pero para ello necesitamos tiempo para reflexionar sobre lo esencial.
Contemplamos la apariencia ajena y vendemos la nuestra seducidos por los cánones de la moda. Pero eso es pasajero, efímero. Sin embargo, lo que nos define es aquello que ocultamos, temerosos de que se nos rechace por ello. Dejamos de ser lo que somos para ser lo que desean los demás. Hay que bailar cada día, pero con nuestros pensamientos, no con los ajenos.
El pensamiento es un pájaro del espacio, que en una jaula de palabras puede abrir las alas pero no puede volar.
K. Gibran.