miércoles, 7 de octubre de 2020

miércoles, 7 de octubre de 2020

Mi gurú particular

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

Si se fía uno de todo lo que escucha, ve o lee en los medios de comunicación e internet, no daría abasto a hacer lo “imprescindible” para su salud y bienestar. Un montón de expertos salidos de no sé dónde te “prescriben” lo que debes comer, cómo vestir, de qué forma relajarte, cuál es la opinión políticamente correcta, cómo debes comportarte… y se supone que ese rígido corsé te mantiene erguido, aunque te resulte incómodo y opresivo. Esto me recuerda al chiste de Manolo, que en su propio funeral se despertó de su catalepsia y empezó a golpear la tapa del féretro gritando “Estoy vivo”, mientras su mujer se sentaba sobre el ataúd diciendo “¡Vas a saber tú más que el médico!”. 

A mí, que me despierta un temor reverencial el volante, resulta que me subo en el coche con cualquiera sin recelo. E igualmente, he tendido a confiar en todo aquel que, lleno de buena voluntad (o no), se ha prestado a “orientarme”, “aconsejarme” y “ayudarme”, pero he descubierto que no me conviene ceder sin más los mandos de mi “vehículo” a un extraño, por más que rebose preparación y altruismo, porque hay asuntos que no se pueden delegar en otro. Así que, por defecto, me escaman quienes parlotean con gran seguridad sobre mí y lo mío, pero no muestran mayor interés por escucharme, ni me animan a hacer introspección, ni a tomar mis propias decisiones libre y responsablemente. 

Cuando estaba toda nerviosa porque tenía que defender mi tesis doctoral delante del tribunal, el catedrático que dirigió mi trabajo, Ricardo Senabre, me aseguró que no tenía de qué preocuparme porque en ese momento no había en el mundo nadie que supiera más que yo sobre el hipérbaton en Góngora. Y era cierto: sobre un tema tan específico, al que había dedicado cuatro años de mi vida, era la mayor experta. Pues más aún lo seré en lo que se refiere a mis circunstancias vitales y a mis sentimientos, sensaciones, pensamientos y anhelos, que nadie conoce como yo. 

Por eso desconfío de la “literatura sapiencial”, que resume en cuatro perlas de sabiduría y trescientos mil preceptos lo que los demás deberíamos hacer para ser felices. Se puede aprender de cualquiera, porque igual que escribía Cervantes que “no hay libro malo que no tenga cosa buena”, todas las personas pueden enseñarnos alguna lección. Pero de ahí a postrarse ante la “superioridad” de un supuesto “iluminado” media un abismo, pues hasta el más dotado de los seres humanos muestra limitaciones y la sumisión ciega repele la sabiduría. Una vez me contaron que toda una escuela de taichí, que dirigía un reputado maestro que padecía escoliosis, realizaba los movimientos con el cuerpo escorado hacia la izquierda. Eso nos puede ocurrir si sólo admitimos una figura de referencia, por maravillosa que sea, sin contrastar su enseñanza con la de otros, ni cuestionarnos desde lo profundo de nosotros mismos si nos hace bien o no. 

Si queremos descubrir el camino en momentos de desorientación (o facilitar a otros la tarea), debemos olvidarnos de las “recetas universales” y las frases hechas, e incluso de las experiencias ajenas. Solo hay que pararse y preguntarse con honestidad qué es lo que me sucede A MÍ, qué es lo que quiero YO: la respuesta que busco está más allá de las peroratas de la mente, de las imposiciones de la voluntad y de los caprichos del sentimiento, en la sensación sentida en lo más hondo de mi ser. Porque cada uno llevamos en nuestro interior al mejor maestro, lo que sucede es que se trata de uno de esos profesores que hablan bajito para que la clase se calle y esté atenta. Y no siempre guardamos el debido silencio para escucharle.