Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
El último espectáculo al que asistí a. C. (antes de la cuarentena) fue una representación de “El señor de los dragones” en el auditorio Ciudad de León, un espectáculo precioso en el que colaboraban más de 70 personas, muchas de ellas niños y jóvenes, entre actores, músicos, bailarines y técnicos, en favor de las asociaciones Auryn y Juan Soñador. Me hizo reflexionar acerca de cómo el esfuerzo común de muchas personas con habilidades diferentes puede conducir a resultados memorables, mucho más lucidos que con un esfuerzo individual o de un grupito.
La melodía de una única persona o de varias que la entonan al unísono puede ser hermosa, pero la armonía requiere el entrecruzamiento con otra, de manera que cada uno interprete su parte. Eso sucede en los coros y en las orquestas, hasta en los dúos, y se puede aplicar a las relaciones: pretender que todo el mundo piense, sienta, hable y actúe de la misma forma, al mismo tiempo, sólo sirve para empobrecer el conjunto y uniformar a personas diferentes, limitando sus posibilidades.
Los acordes que hacen coincidir varias notas a la vez y los contrapuntos que interpretan la misma melodía en diferentes tiempos dan profundidad a una obra musical, la hacen más grandiosa e impresionante. Y hacen resaltar a cada uno de los instrumentos o voces. Y así la salmodia muchas veces monótona de los bajos se convierte en la base armónica del conjunto.
Si cada uno no interpreta lo suyo con maestría y sentimiento se resiente el conjunto, pero la insolidaridad de pretender “destacar”, desequilibrando la armonía, va contra todos. Cuando en un grupo algunos critican o se separan de otros porque ellos saben más y lo hacen todo mejor, va en detrimento de ellos mismos, porque si una pieza suena mal, el público no va a distinguir a la soprano de la segunda fila a la izquierda o al violín del fondo, que son unos fenómenos (al menos, según ellos mismos). Si suena mal, todos lo estamos haciendo mal.
Interesa entonces actuar en pro del grupo: de la pareja, de la familia, de los vecinos, de la nación, de toda la Humanidad, por nuestro propio bien. Cuanto más armoniosos sean los vínculos, cuanto más nosotros mismos seamos y más aceptemos con amor las características del prójimo (aunque sienta que me perjudican o no están a mi altura), más podremos crecer individualmente y más relieve tendrá nuestro papel.
Por eso, no tiene sentido intentar que nuestro criterio prevalezca a toda costa, ni creer que voy a “sobresalir” si desmerezco los méritos de los otros o les pongo la zancadilla. Las grandes obras, todo lo que merece la pena, se han de realizar trabajando juntos y en concordia, con un solo corazón, porque solos no llegaremos muy lejos y en oposición con los otros intérpretes estaremos boicoteando nuestra propia actuación. Solo así mereceremos la ovación final. Procuremos no olvidarlo en estos tiempos en que la discordia y la desunión campan por sus anchas, porque si les va mal a “los otros”, a “los míos” no les irá tampoco bien, porque todos nos interrelacionamos, de la misma forma que si nos pillamos un dedo con una puerta el dolor afecta al cuerpo entero, sin que ningún miembro se pueda considerar excluido.