Es la primera vez que me ocurre desde que comencé a publicar un artículo semanal hace año y medio, que llegue el momento de la entrega y no sepa sobre qué escribir. Digamos que con esto de la pandemia del coronavirus hay en mí un sentimiento predominante, que es el de indignación por lo que está sucediendo, que me viene en bucle, por más que lo intento mitigar, y me resulta muy difícil salirme del remolino mental, aunque sé que debo nadar contracorriente para llegar a una orilla segura, sobre todo si deseo llevar conmigo a otros.
Me descompone ver los hospitales llenos, con su personal equipado con disfraces de bandolero de plástico, de fabricación casera o comprados a los chinos… del bazar de la esquina, al tiempo que compruebo la frivolidad con que algunos hablan o actúan. Me irrita que miles de personas, como yo misma, hayamos esperado y desesperado en nuestras casas sin que nos hicieran la prueba del Covid19, algunos muy graves y sin nadie que les atienda, o que no haya test para quienes están expuestos al virus por su trabajo, mientras que a ciertos políticos y sus familiares se las hayan hecho varias veces. Me duele que tantas personas mueran en soledad y se las tenga que enterrar de tapadillo, sin que sus seres queridos las puedan despedir, ni se puedan consolar mutuamente, y que se suponga que me tengo que alegrar porque en lugar de ochocientos treinta y ocho muertos en España el sábado haya SOLO ochocientos treinta y dos el domingo. Y por más que intente en mi meditación envolver a los responsables (o a los irresponsables) en amor universal y puro… no me sale, aunque me repita una y otra vez que no lo han hecho a propósito y que lo hacen lo mejor que saben. Lo siento, pero aún no he alcanzado ese grado de evolución espiritual.
Lo que sí entiendo es que para la salud emocional y física es necesario mantener la moral alta, procurar ayudarnos unos a otros y conservar el buen humor. De modo que si trato de mantener a un lado mis críticas y salirme de la espiral del rencor y la separación es por mi propio bienestar y el de los míos y, precisamente, por colaborar con los que lo están pasando mal o se sienten desbordados por la impotencia.
Quiero ayudar, quiero hacer algo por los demás y, como no sé fabricar mascarillas, ni edificar hospitales de campaña, ni siquiera puedo salir de casa hasta que pase la cuarentena, lo que me he propuesto es orar, acompañar en lo posible a los que sufren y que cada una de mis palabras y gestos muestren paz, alegría y amor. A veces lo consigo y otras muchas no, pero lo voy a seguir intentando, porque merece la pena.
Me da igual cómo se comporten otros, si no me sirven de modelo a seguir, porque las actitudes poco ejemplares no son una excusa para eludir mi propia responsabilidad. Si procuro trascender el miedo es por tantas personas que viven en el temor a salir de casa, a contagiar o enfermarse, a morir. Si busco el lado positivo de los acontecimientos, poniendo el énfasis en el trabajo, el ingenio y la resiliencia de tantos héroes cotidianos, es porque el agradecimiento sana los corazones y les da esperanza, comenzando por el mío. Y si me refugio en la risa es porque su sonido ahuyenta la tristeza y es luz en la oscuridad.
En las situaciones de crisis es cuando uno manifiesta lo mejor y lo peor de sí mismo. Yo quiero optar por sumar, en lugar de restar, aunque sea poco. Así que me he propuesto renunciar al victimismo, a alimentar el odio y la desunión, a difundir bulos, al egoísmo de pensar solo en mí. Y salir al encuentro, aunque sea por teléfono o virtualmente, de los enfermos, de sus familiares, de los que sufren por estar encerrados o desamparados, de los que temen por su supervivencia económica o de los que están trabajando en condiciones difíciles, uniéndome a su lucha contra el miedo, la tristeza y el dolor. ¿Y tú? ¿Qué eliges hacer tú?.