miércoles, 25 de diciembre de 2019

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Navidad,dulce Navidad

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

Ahora que los villancicos suenan por doquier, las calles se iluminan con luces estridentes y parece que gastar es sinónimo de felicidad, podemos entregarnos en cuerpo y alma a la vorágine de las compras navideñas y del comercio y el “bebercio”, como los peces en el río fun fun fun, o intentar pararnos y reflexionar un poco. 
Porque supuestamente estamos celebrando el cumpleaños de Jesús de Nazaret, pero tal vez no estemos contando con el propio homenajeado. Se me ocurre que si hacemos el ejercicio de imaginar cómo le gustaría a él que fuera su fiesta, probablemente saquemos una enseñanza provechosa tanto los que nos decimos cristianos como los que no.
No veo a Jesús como el típico invitado “cortarrollos”, que mordisquea con desinterés un trocito de lechuga y, de vez en cuando, bebe un traguito de agua, como desaprobando el jolgorio, y con expresión de que estaría más a gusto ayunando en el desierto que allí. De hecho, le criticaban por ser “un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”. Nada se dice en los evangelios al respecto, pero yo no tengo la menor duda de que Jesús cantaba, bailaba y bromeaba en las celebraciones, porque no se me antoja muy “caritativo” aguar la fiesta a los demás. Por otra parte, si no le importó mostrar su tristeza cuando murió Lázaro, su compasión hacia los enfermos, su ternura con los niños, su ironía hacia las triquiñuelas de los fariseos o su ira cuando vio el Templo invadido por los mercaderes y cambistas, quiero creer que su alegría también sería auténtica, evidente y contagiosa.
Las comidas familiares o de fraternidad no tienen por qué ser una señal de materialismo. No creo que en el portal de Belén se sirviera un “catering” de lujo, pero estoy segura de que María y José se las arreglarían para que hubiera algún extraordinario en la mesa en los días de fiesta. Jesús asistió a muchos convites como muestra de cercanía y afecto hacia los que le invitaban, aunque dudo que le preocupara el menú, la calidad de los víveres o que “escogiera” a los anfitriones. Pienso, más bien, que aceptaría con agradecimiento y sin exigencia lo que le pusieran en el plato y las personas que lo rodeaban, porque lo importante era compartir un buen momento, no presumir, ni despreciar, ni mucho menos ponerse a discutir con los otros hasta que se les atragantara el turrón. Cuando uno agasaja con lo mejor que tiene, nadie tendría por qué reprocharle si es poco o mucho, caro o barato.
No me figuro al niño Jesús como un chaval caprichoso, que dos meses antes de Hanukkah ya estuviera haciendo su lista de “pedidos”, implicando a amigos y familiares hasta el cuarto grado de parentesco. Lo digo porque con la disculpa de Papa Noel, los Reyes Magos, la Befana, la Vieja del Monte, el Olentzero y sus acólitos, nos hemos creado la obligación de intercambiar tropecientos mil regalos, que no hay presupuesto que lo aguante, por lo que sería terriblemente injusto valorar un obsequio y a quien nos lo hace teniendo sólo en cuenta su coste material. 
Dudo que Jesusito pusiera mala cara al ver los calcetines de lana y los juguetes de madera “caseros” que habría en sus zapatillas, ni que reprochara a su familia que Aurelito o Benjaminín recibían regalos finos comprados en Jerusalen o la misma Roma. Sabemos, por el contrario, que Jesús vestía una hermosa túnica sin costuras, que había tejido María poniendo toda su habilidad y amor en la tarea. No creo que llevase esa vestimenta tanto por su calidad y elegancia, como por ser una muestra de reconocimiento al trabajo que su madre había hecho pensando en él durante sus largas veladas de soledad. Así que si nos hacen un regalo valioso no es cuestión de hacer aspavientos o de rechazarlo por una supuesta “modestia”, sino de agradecerlo con sinceridad, porque es la manera que tienen nuestros seres queridos de mostrarnos su cariño, pero no deberíamos exigirlo, ni despreciar a quien no puede o quiere costear nuestros antojos.
¿Cómo saber si nos estamos dejando llevar por el consumismo y la frivolidad o si mantenemos el sentido original de estas fiestas? La solución a todos los dilemas morales la da el mismo Jesús cuando afirma que “la sabiduría es justificada por sus hijos”, porque cada acto tiene que ser valorado según la intención que lo mueve. Así que disfrutemos con gozo de todo aquello que está a nuestra disposición en estas alegres fechas porque, parafraseando a San Agustín, ama y luego haz (come, bebe, baila, ríe, comparte, regala…) lo que quieras, porque siguiendo a tu corazón siempre acertarás con la medida. Y Jesús prometió que estaría presente allí donde dos o tres se reunieran en su nombre, sin especificar que no pudieran encontrarse un poco “achispados” o ahítos.