jueves, 17 de octubre de 2019

jueves, 17 de octubre de 2019

Dar por supuesto

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Observo que las personas nos acostumbramos con rapidez a las situaciones y acabamos dando por sentado todo lo que nos rodea, hasta el punto de creer, si se trata de algo bueno, que “tenemos derecho” a ello y, si es algo percibido como malo, que “es así” y no se puede cambiar.
No recuerdo la primera vez que sentí el aroma de una rosa, pero supongo que sería algo muy especial para mí. Sin embargo, ahora necesito la novedad de las flores exóticas para poder apreciar lo que se me ofrece y, aun así, pronto pasan a la categoría de lo conocido y surge la avidez por lo ignoto, lo extraordinario, lo inalcanzable, lo prohibido. Pero en ocasiones me hago consciente de la belleza de una flor, de la brisa del mar, el calor del sol, la ternura de un abrazo… y me doy cuenta de que siempre son únicos, sólo que la mayoría de las veces se me escapa su excepcionalidad porque no estoy atenta y receptiva.
Y lo mismo pasa con las personas. Uno se habitúa a los detalles que tienen con nosotros y no les damos valor, de modo que parece que son los duendecillos los que cada noche limpian la casa, hacen la compra, preparan la comida, friegan los platos, llevan el coche al taller y pagan las facturas. No cuesta. Se hace con facilidad o, si no, es “obligación” del que realiza esas funciones. Y sólo tengo presente lo que no está a mi gusto, para exigir más, mejor u otra cosa. Yo siempre digo que al que asume una tarea no hay que criticarle mucho… porque igual deja de hacerla. El mero hecho de entrar en casa y saber que hay alguien más que vive allí no se aprecia hasta que ya no sucede. La ausencia se nota más que la presencia.
Cuando uno no tiene ningún dolor ni limitación física parece lo normal: sólo se valora la salud cuando se pierde. Y así la juventud, la belleza, la memoria, el tiempo… Pero de esta forma nunca será uno feliz, porque los motivos por los cuales debería sentirse afortunado pasan inadvertidos, mientras que nuestra mirada está fija en los deseos insatisfechos, como el burro al que atan la zanahoria al cuello para que siempre aparezca un paso por delante. Cegados a la realidad y persiguiendo ilusiones.
Y lo mismo sucede cuando nos sentimos prisioneros en una circunstancia que nos hace sufrir. Nada hay inamovible y sólo de nosotros depende el cambio. Una ligera modificación en el rumbo supone a medio plazo una significativa diferencia de dirección y, por consiguiente, la llegada a otro destino. Y ese giro de timón, aparentemente minúsculo, está a nuestro alcance. Marcar un límite, emprender una actividad nueva, buscar ayuda, abrirse a una amistad, dedicarse un tiempo concreto, exponer una inquietud… no son pasos tan difíciles como creemos, sólo hay que decidirse y adelantar un pie, y luego el otro.
La vida es un libro con muchas páginas en blanco. Es cierto que a una novela se le reclama coherencia entre los primeros y los últimos capítulos, pero hay muchos finales posibles. Si no nos está gustando el argumento tendremos que buscarle nuevos giros a la trama, porque el autor es uno mismo, no lo que nos rodea. Nada salvo nosotros mismos nos impide asumir el papel protagonista de nuestra vida en lugar de actuar como si fuéramos actores secundarios, sabiendo que las circunstancias sólo son el escenario en el que se desarrolla la acción, pero que sólo de uno mismo depende cómo continúe la historia. 
“Aquí” y “ahora” son el mejor momento y lugar para comenzar a vivir conscientemente y tomar decisiones responsables, sin justificarnos con situaciones pasadas, ni sentirnos víctimas de los comportamientos ajenos. El presente no está escrito en las estrellas, ni viene determinado por el destino o por otras personas: tú decides y no tienes por qué dar por sentado nada de lo que te sucede.