
Se cuenta en el Antiguo Testamento que Elías fue enviado por Dios a una viuda pobre en la ciudad de Sarepta de Sidón, para que le sustentara. Cuando el profeta llegó la encontró afanada recogiendo leña junto a la puerta de la ciudad. Le pidió agua, que ella se apresuró a servirle. Luego le reclamó un poco de pan. Ella le contestó que solo le quedaba un poco de harina y aceite, con los que había pensado cocer unas tortas para ella y su hijo, para luego dejarse morir de hambre. Elías le pidió que compartieran el alimento y ella lo hizo, confiando en Dios. A partir de entonces y como recompensa por su generosidad nunca escaseó la harina en la tinaja, ni el aceite en la vasija menguó, a pesar de que los tres comieron hasta saciarse muchos días.
En el polo opuesto a esa viuda estaba uno de mis conocidos de cuyo nombre no quiero acordarme, hasta el punto de que Molière se podría haber inspirado en él para crear al protagonista de El avaro. Imagino que esa mentalidad mezquina se debería a la escasez de la posguerra y la miseria vivida en su infancia, pero no contribuyó a hacerlo más feliz, ni siquiera más adinerado. Recibió un negocio próspero, que fue arruinando a poquitos por pensar que invertir en la tienda era un desperdicio y que tenerla cada vez más desabastecida de productos por miedo a no venderlos suponía una excelente estrategia comercial. Siguiendo el mismo impulso no realizó ninguna reforma en la vivienda alquilada, ni adquirió otra propia más moderna y cómoda, pasando frío, malcomiendo y con privaciones. Y su forma egoísta y roñosa de tratar a sus parientes, vecinos y clientes no favorecía que se le cogiera afecto. Es cierto que esos ahorros tan fatigosamente obtenidos le permitieron pagar una residencia hasta el fin de sus días, tras la jubilación, lo cual teniendo en cuenta que llegó a los cien años no es moco de pavo… Pero, seamos sinceros, si hubiera invertido su dinero de forma menos cicatera probablemente hubiera llegado al mismo resultado, pero de manera más placentera y satisfactoria. Y con réditos de cariño y compañía.
¿Pero acaso yo misma, que me permito criticarle, no hago lo mismo en ocasiones? No creo que vaya a caer en la indigencia por hacer una aportación periódica a una ONG, o por estirarme un poco más con ocasión de una emergencia humanitaria, aunque lo primero que se me ocurra es no soy el Banco de España, sino una asalariada. Y lo mismo digo por tener un detallito con mis seres queridos o darme un capricho, que no tiene por qué ser caro, pues unas simples castañas asadas bastan para reconfortar con su aroma otoñal un corazón triste.
No estoy haciendo un alegato a favor del despilfarro y la prodigalidad, pero a veces por miedo a soltar nos cerramos a la abundancia. Qué liberación cuando por fin retiro esos botes a los que hay que practicar un torniquete para extraer una pizquita de crema. O cuando dono la ropa que ya no uso y ocupa lugar en el armario. Me siento rica cuando dispongo de todo lo necesario y no más, aunque objetivamente posea menos cosas. Y estoy dejando sitio para lo nuevo.
Decía el maestro Jesús que “los lirios del campo no trabajan, ni hilan, y ni el mismo Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos”, animándonos a confiar en Dios, que pondrá a nuestra disposición “el pan de cada día” para que lo disfrutemos y lo compartamos, en lugar de acopiarlo y dejar que se pudra sin que nadie lo coma por miedo a un hipotético futuro de hambre, pues la magnanimidad suele resultar mejor “inversión” que la avaricia.