sábado, 9 de diciembre de 2023

sábado, 9 de diciembre de 2023

Presencia divina

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

Cuando la puerta se abre con una sola vuelta de llave siento un tibio calorcito en el corazón: hay alguien en casa. Las pocas noches que hemos dormido separados mi marido y yo en los últimos diez años, por estar de viaje o realizando alguna actividad individualmente, me cuesta coger el sueño y me despierto en medio de la noche, desvelada, porque la cama me resulta grande, fría y desangelada. Es cierto que aprovecho esos momentos de “libertad” para portarme “incivilizadamente”: comer de capricho algo más insano y calórico de lo habitual, y evadirme con maratones de series o enlazando una película tras otra de épica fantástica, empalagoso romanticismo o tonta comedia, que me corto de ver cuando tengo que compartir televisor con alguien de gustos más “sofisticados”. Doy la bienvenida a cualquier cosa que me distraiga de la soledad, que en la madrugada proyecta una sombra alargada.

Me contaron que un día de verano, en Gijón, cuando mis hermanos eran pequeños, se pusieron muy pesados porque no querían irse de la playa aunque ya era hora y mis padres les gastaron la broma de esconderse. Durante un rato siguieron entretenidos con el agua y la arena, pero pronto se dieron cuenta de que no estaban, porque no hay niño que no detecte en cuestión de minutos que sus padres están fuera de su radar, por más alardes de independencia que haga. Un puchero se formó inmediatamente en su boca y un silencioso grito de congoja en la garganta, mientras miraban con angustia a su alrededor… hasta que volvieron a encontrarlos, ¡por fin!

Lo mismo me ha sucedido a mí con lo divino, que mientras he sentido su presencia en el fondo de la escena, aunque aparentemente lo ignore, demasiado ocupada jugando a ser mayor y hacer lo que me apetece, estoy en paz y confiada. Pero un frío helador invadió mi alma cuando me pareció que Dios me había abandonado por no ser suficientemente “buena”, cuando creí que me había escupido de su boca con asco después de probarme. Volqué esa furia contra Él por no haberme creado “correctamente” y luego pedirme lo que no podía dar. Como una niña que finge no necesitar a sus padres cuando desea desesperadamente su atención o que se rebela contra ellos porque no le permiten hacer lo que quiere, me volqué en mil distracciones, la mayoría dañinas para mí, pero echaba de menos esa presencia amorosa que me había acompañado hasta entonces, esa reconfortante certeza de que unos brazos me recogerían al vuelo si tropezaban mis pasos vacilantes. ¡El vacío era tan hondo, la oscuridad tan completa, la desolación tan gélida!

He descubierto que Dios tiene muchos nombres, dependiendo de quién lo invoque, y muchas formas, según cuándo y para quién se manifieste: es sol radiante, abrazo cálido, árbol frondoso, comida casera, alfombra mullida, tierna sonrisa… Pero sin respirar esa aura espiritual, todo lo que me rodea carece de sentido y de sabor, el aire no colma mis pulmones, los aromas no huelen y se me petrifican los miembros, como un cadáver movido por engranajes mecánicos, sin vida. Por el contrario, cuando me nutro del aliento divino que me envuelve, me siento protegida por su soplo suave mientras sigo experimentando alegrías y tristezas, nostalgias y descubrimientos, dolores y satisfacciones. Son juegos en los que a veces gano y otras pierdo, pero que terminan cuando regreso a la seguridad del hogar familiar para descansar y recuperar fuerzas en dulce compañía.