sábado, 9 de septiembre de 2023

sábado, 9 de septiembre de 2023

Mi casa, mi persona, mi vida

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

El entorno que elegimos habitar, especialmente si lo hemos adaptado a nuestra “medida”, dice mucho de nosotros mismos, así que pienso que mi hogar se ha convertido en una expresión de mi individualidad y puede darme pistas de autoconocimiento, como sin duda el tuyo también es una manifestación de tu forma de ser.

Escogí vivir en la última planta de un edificio centenario, teniendo por vecina a la imagen de la Inmaculada que preside una céntrica plaza de la ciudad de León, provinciana y tranquila, pero con huellas muy presentes de su larga historia y denso poso cultural. Las airosas torrecillas señoriales que se elevan sobre el tejado inclinado dan personalidad a la fachada y determinan que cada habitación muestre diferentes alturas, de forma que el piso está lleno de recovecos encantadores, pero a veces difíciles de amueblar por su irregularidad y asimetría. La luz entra a raudales por los dos amplios balcones, desde donde vigilo el paso de apresurados o cansinos paseantes, los juegos de los niños y el pausado contemplar de los ancianos sentados en los bancos de la plaza; pero por las ventanitas que ocupan la mayor parte de las paredes de los cuartos abuhardillados, coquetas como las de una casita de muñecas, penetra una luminosidad íntima como una caricia. Las puertas de pino originales, lacadas en blanco, conservan los dinteles acristalados, que entre mi madre, mi hermana, mi sobrina y yo convertimos en coloridas vidrieras, decoradas con flores, mariposas, conchas marinas, hojas y frutos, cuya magia transforma al que traspasa sus umbrales. Los tonos cálidos y suaves de las paredes me permiten elegir según mi estado de ánimo si prefiero rodearme de un ambiente rosado, melocotón, amarillo o pistacho. Este es mi hogar, tan variado como yo misma, pero con una unidad de fondo que subyace a las diferencias, sutil como un aroma o el roce de la brisa en la piel.

En este lugar me encuentro a mis anchas, en zapatillas, y solo acojo allí a aquellos que considero dignos de compartir mi intimidad, creando memorias junto a los míos y nutriéndome de energía vital para retomar con brío la acción externa. Cada rincón, fotografía, cuadro, adorno… con que tropieza mi vista me recuerda un momento especial o una persona querida.

Me gusta imaginar que también habita mi castillo encantado el espíritu benéfico y sonriente de mi tío Gonzalito, que se alojó en la casa durante sus años de estudios y murió de leucemia con solo diecisiete años, al que seguro que visitan con frecuencia mis abuelos y su hermana Ángeles, predestinada por su propio nombre a pasar rápidamente de niña a querubín. O mi padre, que viene a comprobar la solidez de las obras de la reforma que supervisó y a darme consejo cuando la inquietud y el miedo me nublan el criterio. Me siento protegida por sus presencias intangibles.

Tanto mi persona como mi casa están llenas de recodos escondidos que acumulan polvo y telarañas de vez en cuando y a veces a los techos les salen “goteras”, que tengo que arreglar y pintar, para lo cual no siempre me basto sola y he de recurrir a la ayuda de familiares, amigos o profesionales, si es que deseo que se siga manteniendo una atmósfera acogedora, que favorezca el descanso y la creatividad. Tal vez no estén siempre “listas para revista” y el desorden, el descuido o la suciedad campen por sus fueros en alguna ocasión, pero lo importante es reaccionar cuando la desidia esté tomando posiciones y hacerme cargo de mi vida, sin abandonar por pereza o desánimo el cuidado de mi entorno interior y exterior. ¿No te vendrá bien a ti también una “limpieza general” de cara al próximo curso?.