
Siempre me resultó muy curiosa la forma de definir el hecho de abandonar el hogar familiar, emanciparse, marcharse de casa dicho en román paladino. Justo cuando asisto a la emancipación de mis hijos apenas cumplidos los 20 años, sin olvidarse del todo de los tupperware (antes fiambrera), siguiendo mi propio ejemplo y el de su madre que no alcanzamos ni esa edad cuando salimos del nido, acudo a la estadística.
“El 65,1% de los jóvenes españoles de entre 16 y 34 años sigue viviendo en el hogar familiar, un porcentaje 7 puntos superior al de hace diez años”. Y si hablamos de la franja de edad de los que se emancipan, nos encontramos con que lo hacen el 1,2% son jóvenes de entre 16 y 19 años, el 10% entre 20 y 24 años, el 40,8% entre 25 y 29 años, y el 71,4% los que tienen ya entre 30 y 34 años. Se puede decir que salen de la vivienda familiar con la prórroga amenazante en la mano.
“No los echamos ni con agua hirviendo”, escucho decir a algunos amigos de mi quinta. ‘Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos’, es el eslogan de todo vago viviente instalado en la república independiente de su habitación, con el teléfono móvil en una mano y el mando de la telebasura en la otra.
Por supuesto que influyen factores a la hora de abandonar el hogar: el precario (perenne) mercado laboral, el nivel de formación que se haya alcanzado, las condiciones de accesibilidad a la vivienda (alquiler o propiedad), factores culturales... Las crisis que no cesan (pandemia, guerra de Ucrania, subidas brutales de precios…) las acaban pagando, como siempre, los más débiles. Es evidente que la tasa de emancipación es mayor en los jóvenes que están ocupados (51,4%) frente a aquellos que se encuentran en situación de desempleo (31,7%) o de inactividad (12,1%). ¿Y la estabilidad del empleo? Indudable, pues dice la EPA (Encuesta de Población Activa) que la tasa de emancipación de los jóvenes asalariados con contrato indefinido asciende al 62%, mientras que este porcentaje se reduce al 36,8% entre los que tienen un contrato temporal.
¿Acaso es que los de antes nos sabíamos buscar mejor la vida que los de ahora? No sé muy bien. Dejo la respuesta en el aire, como diría Bob Dylan. Escuché una vez decir a una orientadora laboral que buscar trabajo es dedicar, como mínimo, una jornada de trabajo diario, es decir, ocho horas de búsqueda activa de un empleo. Yo confieso que al acabar mis estudios me marqué un objetivo claro, que era trabajar. Bastante sacrificio habían hecho ya mis padres, humildes labradores, para que estudiara lo que yo había decidido en la ciudad, como para seguir pidiéndoles dinero ‘para todo’ de forma indefinida. Las habichuelas estaban ahí fuera, simplemente había que cargarse de paciencia y salir a buscarlas. ¿Algo de suerte? Puede que un poco sí, pero como diría Picasso, “que cuando llegue la inspiración me pille trabajando”. O la frase bíblica que tanto me gusta repetir: “Siembra y recogerás”.
El síndrome del nido vacío creo que me dará para otro apunte Dios mediante.
Asín sea.