
Cada vez que limpio el “aparador de los recuerdos” del cuarto de estar, donde se acumulan regalos y souvenirs comprados por mí o por mis amigos en todas las partes del mundo, realizo una colocación selectiva, disponiendo unos objetos delante de otros, en estantes superiores o inferiores, en lugares más o menos visibles. Solo me hice consciente de mis preferencias el día que fue mi marido quien se ocupó de ordenar el mueble y me di cuenta de que teníamos diferentes gustos y prioridades.
Por ejemplo, el San Pancracio comprado en la tienda de los chinos de la esquina que me obsequió mi madre cuando inauguré la casa, que habitualmente se esconde detrás de una hilera de libros, me lo encontré de pronto en primera línea, como una aparición sobrenatural que reclamara mi atención. Aunque me parece terriblemente fea, no soy capaz de desprenderme de la figurita por dos razones: la primera es que se trata de un regalo hecho con amor que no quiero despreciar y, la segunda, por si acaso el santo decide retirarme la prosperidad que he disfrutado hasta el momento. Porque no soy supersticiosa, pero… Así que no quiero verlo, pero me da tranquilidad saber que sigue ahí, actuando en la sombra.
La cajita de té que me trajo de China mi amiga Ángeles sigue básicamente en el lugar donde la puse el primer día, llena. Ni siquiera se me ocurrió hacerme una infusión para probar cómo sabía, como tampoco me comí un dulce en forma de corazón que trajimos de Croacia, que a estas alturas estará “petrificado”. Hace siglos que no juego con los juguetes de cuerda aparcados entre ceniceros que no se utilizan, cajitas vacías y la colección de premios sacados de roscones de reyes de una decena de navidades. Tienen por vecinos a candeleros furruñosos con un poco de cera en el fondo, velas vírgenes que el fuego no ha tocado, cajas vacías de cerillas, abrebotellas y reposavasos sin fecha de estreno. Objetos ya sin utilidad o que nunca han hecho servicio, pero guardados para un improbable “por si acaso”, acumulando polvo y olvido.
Entiendo la razón por la cual el feng shui me recomendaría usar los objetos aprovechables y al resto darles “una segunda vida”, que no deja de ser un eufemismo de quitarlos de la vista, probablemente dentro de una bolsa de basura, haciendo compañía a la ropa desgastada o fuera de moda que guardo en el armario a la espera de que se arregle milagrosamente, de que baje unos kilos o de que me entren ganas de ponérmela. En esto quiero imitar a mi amiga Katia, que cada vez que compra un modelo retira otro y siempre mantiene el armario en perfecto estado de revista, mientras que a mí me cuesta encontrar algo que ponerme.
Lo mismo sucede con pensamientos o formas de reaccionar que ya no me sirven, pero me empeño en mantener por simple apego, pereza o resistencia al cambio, por lealtad a las personas de referencia que me los inculcaron, o porque siento que después de repetirlos mil veces ya forman parte de mi personalidad. A veces pienso que “he aprendido de la experiencia”, cuando lo que estoy haciendo es malinterpretar la realidad basándose en conjeturas, sobrentendidos y prejuicios, y negándome a vivir el presente de primera mano. Para dejar lugar a nuevas vivencias no me queda más remedio que desprenderme primero de las antiguas y eso será tanto más costoso, cuanto mayor sea la adhesión les demuestre.
Es difícil distinguir “lo que es así” o “cómo soy yo” de la verdad desnuda, que no suele coincidir con las nociones sobre el mundo, el ser humano y sobre mí misma que considero de certeza inamovible. Me he dado cuenta de que para percatarme de mis autoengaños basta con guardar una prudente distancia de observación, porque el silencio es a la mente lo que el orden a las cosas, dando su lugar a “lo que es”, frente a “lo que creo”, “lo que supongo” o “lo que imagino”. En este nuevo año deseo darles una oportunidad a los dos, al silencio mental y al orden material.