La respiración agitada se mezclaba con el crujido de los escalones tras sus pisadas. Desde hacía varios meses, esa era la melodía que le acompañaba antes de empujar la puerta de su nueva «casa». Del olor mejor no comentar nada.
Pese a ser un escritor fracasado, Martín trataba de conservar cierta pose de dignidad. Tras esas cuatro paredes se condensaba todo su mundo. Todo su mundo y aquella maldita mancha de humedad que, por momentos, se le antojaba la cara de algún antepasado que lo observaba constantemente. En realidad, solo era otra señal de su decadencia, no podía costearse la calefacción.
Para sentirse a salvo solía colocarse debajo del arco de medio punto que dividía la estancia. No sabía explicar por qué, ni tenía nadie que se lo preguntara. Pero era una idea mágica que le proporcionaba cierta tranquilidad. Se dijo que cada vez estaba peor de la cabeza y se dejó caer sobre una de las sillas de plástico que rodeaban la desproporcionada mesa de caoba que ocupaba más de la mitad de la estancia.
Como de costumbre, calculó cuántos comensales serían necesarios para rodearla, y al pasar de doce, dejó de contar. Era el objeto de más valor que tenía a mano. Intentando venderla, había visitado sin éxito varias tiendas de anticuarios.
Ahora se alegraba de no haberlo conseguido.
A media noche, cuando el edificio enmudecía, Martín desplegaba sobre esa mesa las tarjetas que contenían, entre borrones y manchas de whisky barato, las vidas de los personajes de su próxima novela: Clara, una peluquera de barrio que sabía hacer con las tijeras más cosas que cortar el pelo; Damián, el portero que coleccionaba muñecas de porcelana; Hortensia, la aborrecible dueña de la peluquería rival, y una docena de vecinos, excéntricos unos, anodinos otros, que pronto dejarían de serlo, al menos varios de ellos.
La estantería de la esquina contenía un cúmulo de revistas en perfecto caos y muchos folios en blanco esperando una oportunidad. Solo le faltaba la inspiración.
Lo que más juego le daba del cuarto, eran las vidrieras de imitación pegadas en el ventanal. Le entretenía mezclarlas con el vapor que salía de su boca por el frío y divagaba creando escenarios con niebla para crímenes perfectos.
Para no pensar en su miseria, Martín había desarrollado una afición: conocer la historia y las costumbres de cada ciudad del mundo.
Mientras se movía en penumbras, como si no quisiera ahuyentar sus sueños, se acercó al globo terráqueo y, como cada noche, se prometió que un día lo haría girar con fuerza, hasta que se borraran los continentes, cerraría los ojos y apoyaría el dedo índice para frenarlo en seco. Y de inmediato, aparecería en ese punto del globo. Esa sería su mejor obra.