miércoles, 6 de octubre de 2021

miércoles, 6 de octubre de 2021

La dulzura

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

“Per aspera ad astra” rezaba un repostero colgado en una pared de mi colegio mayor, decorado con cardos y estrellas, animándonos a superar las dificultades para llegar hasta lo más alto. Pero la “aspereza” ha demostrado no ser siempre el camino más eficaz para alcanzar el éxito y pocas veces conduce al bienestar. Me pregunto, entonces, si no habrá otra forma más dulce de crecer como seres humanos.

Es cierto que quedarse estancado o seguir la senda más cómoda no suele conducir a la felicidad, sino a la pasividad y la desgana. Pero la vida no tiene tampoco por qué convertirse en una breña salvaje en la que nos quedemos trabados en cada rama, marcados por los rasguños abiertos y sangrantes de las renuncias; ni en una pendiente agotadora, que hay que trepar con esfuerzo, lastrados por el peso de las expectativas propias y ajenas

A veces las zarzas que nos sofocan tienen la forma de mensajes que nos decimos a nosotros mismos. Por ejemplo, hace poco que he cambiado de trabajo y llevaba una temporada muy agobiada, pensando que “no daba de sí” y no era “capaz” de hacer lo que se esperaba de mí. Hasta que me pregunté a mí misma: ¿cuánto llevas en ese puesto? Y me di cuenta de que era muy injusto exigirme estar completamente al día en menos de dos meses, durante los cuales pasaron una semana de vacaciones, un puente, un tribunal de selección, asuntos pendientes de mi anterior puesto, etc., etc., etc. Esa autoexigencia excesiva me había hecho perder la objetividad: no estaba siendo  “responsable”, sólo me estaba asfixiando.

En otras ocasiones utilizamos esos mismos pinchos como “defensa” hacia el exterior, a la manera de un cardo borriquero, sembrando una maleza de prejuicios, malos gestos y feas palabras, que sólo sirve para tupir la amenazante espesura que nos está impidiendo ver la luz del sol. Y adquirimos tacto de ortiga, que con un ligero roce ya produce urticaria al que se nos acerca, siempre gruñones y de mal humor. Y cuando tratamos de acercarnos a nuestros seres queridos nuestras espinas los hieren, en lugar de atraerlos hacia el hogar de nuestro corazón como la flor a la abeja, con colores estimulantes, dulces aromas y nutritivo polen. Pero ¿Cómo evitar la crueldad y la crítica feroz con los otros, cuando es nuestro comportamiento habitual con nosotros mismos? Si no me trato con cariño, trasladaré inevitablemente a los demás una visión dura y acre de la realidad y de las personas.

Si nos damos cuenta de que nuestras palabras y pensamientos son como una toalla áspera, que arranca al mismo tiempo la humedad y la epidermis, pensemos que la irritación no es una condena a perpetuidad. La solución es arroparse con aquellas cualidades que, como velos sutiles, no pican, ni molestan, sino que acarician la piel: comprensión, respeto, alegría. Y a las circunstancias más difíciles, como a los tejidos más fuertes y rugosos, podemos aplicarles la plancha del humor y el suavizante de la compasión hasta que su contacto resulte tierno y cálido.

Cada vez estoy más convencida de que la dulzura es una senda por la que podemos ascender hasta las más encumbradas cimas fácilmente, sustentados nuestros pies en la hierba mullida, apoyados unos en otros con suavidad, con la mirada serena, acariciados por el viento que viene de lo alto.