
Desde niña me he acostumbrado a vivir con una pelota de energía densa y oscura, que me presiona en la boca del estómago. Crece cada vez que me planteo “lo que tengo que hacer” y que reviso mi interminable lista de “pendientes”, que nunca disminuye, porque por cada uno que tacho en el papel, incorporo dos o tres líneas más, como las cabezas de la hidra de Lerna.
Estos días me he hecho consciente de hasta qué punto mis pensamientos me generan tensión, lo cual se refleja en mi cuerpo. Y he probado un ejercicio que me ha ido bien y por eso comparto.
En un momento de tranquilidad me permití “sentir” mi retahíla de “tengoqués”, dejando que fluyera todo lo que se me iba ocurriendo añadir detrás de la coletilla. No os imagináis lo que fue saliendo pero, como indicador, estuve más de un cuarto de hora sin parar. Detrás de una frase me brotaba otra sin pausas intermedias. Al final me sentía como si mi estómago y mi cabeza estuvieran a punto de estallar.
Entonces hice unas respiraciones profundas y pasé a la segunda parte: empezar a hacer frases que comenzaban con las palabras “me gusta” o “deseo”. Enseguida me sentí más ligera, como si un sol interior estuviera disolviendo poco a poco los nubarrones, llenándome de luz y calor. Y me adentré en esa paz, para tratar de absorberla y hacerla mía.
Lo curioso fue comprobar cómo muchas veces coincidían los temas, porque me resulta gratificante realizar muchos actos a los que estoy en cierta forma “obligada” por razones profesionales, familiares o sociales. Sólo cambiaba el planteamiento y, con él, la forma de sentirme al respecto, porque puedo realizar la misma acción como una persona libre o como una esclava. E idénticas situaciones me pueden producir agobio o felicidad, miedo o confianza.
Si probáis a tensar con fuerza un miembro, por ejemplo un brazo, os daréis cuenta de que su flexibilidad y capacidad de movimiento queda muy limitada. Si la rigidez proviene de la mente, todo nuestro cuerpo quedará agarrotado, así que no podremos extrañarnos luego de que padezcamos contracturas musculares y bloqueos de energía, hasta el punto de generarnos dolor y enfermedades.
Hasta ahora tenía interiorizado que sólo puedo dedicarme tiempo a mí y a lo que apetece, una vez estén cumplidas todas mis obligaciones (lo contrario sería una irresponsabilidad) y cubiertas todas las expectativas de los que me rodean (porque si no sería egoísta). Pero con tanto empeño por solucionarle la vida a todo el mundo y prever todas las posibles eventualidades, nunca llegaba mi momento para disfrutar y, cuando por fin decidía darme una alegría, tenía un regusto amargo. Vivía con el remordimiento de no haber llegado a todo y de no ser lo “suficientemente” válida, ni “digna”. Y esos mismos sentimientos a veces me paralizaban y me movían a retrasar la acción o a no hacerla, por agobio o por miedo a fallar y defraudar a los demás. Pero todos esos pensamientos son irracionales e innecesario el sufrimiento que producen.
Así que para vivir de forma más tranquila, saludable, e incluso, eficaz, merece la pena relajarse. La mayor parte de las cosas que hacemos son innecesarias o intrascendentes y, desde luego, no tienen tanta urgencia como parece. No es irresponsable, ni egoísta mirar por uno mismo, es más, se trata de la “obligación” que debería encabezar nuestra lista de “pendientes”.