Me resulta curioso observar el comportamiento de los niños, que ahora están diciendo que su mamá es mala porque no les deja hacer lo que desean y “ya no la quieren”, pero a los cinco minutos se les pasa el berrinche y la aman profundamente, colmándola de besos y abrazos. ¿Son acaso personalidades inconsistentes, que no saben distinguir sus sentimientos o, por el contrario, expresan una gran sabiduría emocional?
A veces me siento fatal (y observo que lo mismo les sucede a otros) porque “no soporto” determinados aspectos del carácter o el comportamiento de mis seres queridos. Parece propio de “malas personas” sentir que no aguantas a tu madre, a tu hijo o a tu pareja, y cuando te descubres pensándolo te crees que eres “lo peor de lo peor”, que sólo se te puede ocurrir eso a ti y que “no mereces” todo lo bueno que han aportado a tu vida. Y ese podría ser el inicio de una larga sesión de fustigamiento como castigo por tu terrible “perversidad”.
Pero comentándolo con unos y con otros me he percatado de que se trata de algo muy común, por no decir que le sucede a todo el mundo. Porque lo contrario al amor no es el odio, sino la indiferencia, por lo que es perfectamente normal que uno sea más sensible a lo que procede de aquellos a los que ama, también a lo que le saca de quicio. Así, es imposible que alguien que no nos importa nos pueda generar decepción, tristeza, dolor, aborrecimiento… en el mismo grado que alguien que nos es cercano, porque lo que viene de ellos nos llega directamente al corazón, sin barreras de protección.
Es “humano” que me produzca impaciencia en un momento dado que una persona me esté repitiendo por enésima vez lo mismo. O que sus exigencias o críticas continuas me hagan sentir que no estoy a la altura de sus expectativas o que no me acepta como soy. O que me pongan de los nervios su desorden o su pulcritud, su desidia o su excesivo sentido de la responsabilidad… que chocan con mi carácter y mi forma de ser (o con mis defectos).
Sin embargo, si somos capaces de comprender que se trata de un sentimiento que se está produciendo en un momento puntual y por una circunstancia concreta, nos resultará más fácil darle exactamente la importancia que tiene. Y reaccionar de forma apropiada, sin ignorarlo ni tampoco magnificarlo. Porque a veces infundimos un dramatismo innecesario a emociones que no tienen la trascendencia que les queremos dar. Y si para vencer el malestar interior que nos producen tratamos de justificarnos y de volcar la responsabilidad en el otro, al final acabaremos ahondando en las diferencias y separándonos cada vez más.
Así que me he propuesto actuar como cuando era niña y aceptar que me siento dolida o enfadada ante ciertos comportamientos que me hieren, e incluso manifestar en voz alta mis sentimientos y deseos de forma asertiva, sin agresividad, y sin sentirme culpable por ello. Pero también perdonar y perdonarme con rapidez, sabiendo que lo que predomina en mi corazón (y probablemente en el del otro) es el amor y que la intención nunca fue hacer daño. Cuanto antes acepte lo que me pasa, antes podré dar el siguiente paso, sin quedarme estancada en el resentimiento o la culpa. Fácil no es, pero si no lo intento, no lo voy a lograr. ¿Te unes?