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Un cuento tradicional glosado por Jorge Bucay tiene como protagonista a un carpintero que, independientemente de los percances que hubiera sufrido, cada día antes de entrar en su casa tocaba las ramas de un árbol y recuperaba la sonrisa. Una vez en el hogar, disfrutaba de su esposa y de sus hijos.
En una ocasión, un cliente que observó el ritual le preguntó en qué consistía: Ese es el árbol de los problemas —explicó—. Dado que siempre habrá disgustos, no quiero que entren en mi casa ni que los tenga que sufrir mi familia. Por eso, al terminar el día, los cuelgo en ese árbol y los recojo de nuevo a la mañana siguiente, aunque siempre hay menos y de menor tamaño.
Esta misma enseñanza se aplica a los sufrimientos del pasado. Si los dejamos fuera de nuestro hogar interior, donde se construye el presente y el futuro, irán perdiendo importancia hasta desaparecer.
La mente es un amplificador de lo que nos sucede, pero nosotros decidimos si encender o apagar el interruptor. Si está encendido, todo cobra una importancia excesiva, y el volumen aumenta si contamos a los demás —y a nosotros mismos— nuestras calamidades. Pero si nos permitimos sentir el dolor pero no interpretamos, eliminamos el parloteo interior, apagamos el interruptor. Siguiendo el aforismo de Buda: “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional.”