Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Dentro de mi recorrido por los oficios artesanales, me detengo ahora en lo aprendido del maestro alfarero en el Alfar-Museo de Jiménez de Jamuz, último reducto de una tradición secular. Dice la Biblia que el primer ser humano fue moldeado de barro, como una vasija, y que el aliento divino transmutó su materia infundiéndole vida y convirtiéndola en algo diferente, como hace el fuego con la cerámica.
Lo primero que me llamó la atención fue la humildad de la materia prima, al alcance de cualquiera que desee extraerla del suelo. Si llevo esto a la vida, no entiendo la arrogancia del ser humano, pues coincidimos tanto con las estrellas como con las cucarachas en estar compuestos de micropartículas, espacio y energía, así que no parece justificado el desprecio hacia la naturaleza o las otras personas, pues todos somos polvo animado.
Pero si se mezcla esa arcilla con agua y se amasa con pericia resulta una pasta, que se puede trabajar en montoncitos, de cada uno de los cuales saldrá un objeto diferente. Supongo que si esa masa pudiera pensar le dolería cuando el artesano separa dos o tres pegotes. Lo que no sabe es que van a volver a ella, cuando esté preparada, en forma de asas o de adornos. ¿No nos ha sucedido nunca que algo que sufrimos como una pérdida acaba volviendo a nosotros de otra forma, en otro momento, como un regalo?
Luego el alfarero trabaja esa masa en el torno, dócil a sus manos y se acaba transformando mágicamente, gracias a su habilidad, en una jarra, un plato o un cenicero. Basta el contacto de un dedo para crear ondas en su reborde y el roce de una uña para imprimir una incisión. Dice el maestro que hacen falta muchos años de trabajo para adquirir la maestría en el oficio, ¿tenemos nosotros esa paciencia cuando se trata de nosotros mismos? ¿O nos maltratamos interiormente cuando sentimos que hemos fallado a las expectativas propias o ajenas, en lugar de recomenzar una y otra vez, con humildad y calma?
El siguiente paso es el reposo, durante días, para asentar el resultado. Tanto el barro de las incipientes vasijas como nuestros aprendizajes necesitan tiempo. Correr no siempre es la manera más rápida de llegar a un punto, porque podemos perdernos en los desvíos y acabar jadeantes, muy lejos de la meta. Dedicar unos momentos diarios a “no hacer nada”, a sentirnos en silencio, resulta imprescindible para vivir desde el ser y no desde el obrar, y que nuestras acciones adquieran una dirección y un sentido.
Y al final sólo resta meter todos los objetos en el horno: una especie de mazmorra llena de estantes donde se acumula la producción de todo el año, cuya entrada se tapia con adobe, sin dejar resquicios. ¿No os recuerda al aislamiento obligatorio de estos días, encerrados en casa, amontonados los miembros de la familia o recluidos individualmente en pequeñas celdillas de panal? Y en el único hueco abierto hacia el exterior se prende fuego, constantemente alimentado con urces secas, para alcanzar y mantener temperaturas elevadas durante muchas horas. Y allí, en el sufrimiento y la inactividad forzada, se produce la alquimia.
Ya sólo queda sacar los objetos, con la dureza y textura adecuados, listos para servir al propósito para el que fueron ideados, hermosos en su fragilidad. Simples, perfectos, como cada ser humano lo es.
A veces nos empeñamos en ser alguien distinto, “mejor”, para lo cual nos esforzamos en “hacer méritos” y en “ajustarnos” a la imagen que deseamos dar de nosotros mismos. Pero, como el barro, cualquier empeño por rebelarnos contra la voluntad de la vida, magnífica artesana, sólo puede conducir a que falle algún punto del proceso constante de nuestra creación, que no finalizó con la concepción o el parto, sino que sigue vivo. Al final, no importa ser un botijo o una taza, sólo queda aceptar lo que somos, útiles y bellos, nacidos del amor del creador y confiados en que sabe lo que se hace. Y si nos rompemos, honrar cada fragmento, recomponernos y seguir adelante.