Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Ya nos enseñaron Epi y Blas, en Barrio Sésamo, la diferencia entre los adverbios fuera y dentro, si bien estas semanas de obligado confinamiento han resultado un postgrado para la mayoría de nosotros, aunque para alcanzar la plena maestría pienso que aún nos queda asimilar muchos matices sutiles.
Ahora que no podemos alegar falta de tiempo, ni exceso de ocupaciones, no tenemos disculpa para dejar por un rato esa carrera sin descanso con rumbo a ninguna parte, centrados en lograr cada vez más dinero, más éxito, más placer, más aceptación, para preguntarnos qué es realmente lo que buscamos, aquello que nos va a satisfacer de verdad.
Podríamos comenzar por enfocar los sentidos hacia nuestro interior. Primero se pueden agudizar dirigiéndolos a los pequeños estímulos que habitualmente ignoramos, porque solemos mantener una atención bastante diluida y centrada sobre todo en la vista. Juguemos, por ejemplo, a cerrar los ojos e intentar reconocer tres sonidos, tres aromas, tres sensaciones en la piel. Ya con la sensibilidad activa probemos a dirigirla hacia dentro, para sentir las tensiones en nuestro cuerpo, nuestra respiración, el latido del corazón.
Tal vez entonces nos demos cuenta de que es la vida la que nos respira de forma libre y gratuita, y no nosotros los que inspiramos y expiramos a fuerza de músculo y voluntad. Si durante el sueño nuestro cuerpo funciona igual o mejor que cuando estamos despiertos y nunca nos falta el aire, ni deja de circular la sangre, ¿no pasará lo mismo con nuestra existencia y la propia vida nos dará lo que necesitamos en cada momento?
Y luego, ¿qué tal si conectamos con el espectador que vive dentro de nosotros y es testigo sonriente y compasivo de nuestros agobios diarios, que en el contexto de la vida, el tiempo, la humanidad… no dejan de ser bastante fútiles? Es fácil identificarse con nuestros pensamientos y emociones, porque creemos que son lo más “personal” que tenemos, pero es curioso comprobar que cuanto más interiorizamos en nosotros mismos, más capaces somos de observarlos desde la distancia y con perspectiva. Nuestro ego y todo lo que le rodea no tiene por qué ser lo que más nos caracterice, lo más “nuestro”, sino que tal vez nuestra identidad tenga más que ver con la conciencia de ser algo más de lo que cabe en los estrechos límites de nuestro cuerpo, de tener algo en común con el universo y la capacidad de expandirnos más allá.
Sé por experiencia lo fuerte que es la tentación de negarse a aceptar las circunstancias propias, resistirse a la vida que tenemos y abandonarse, por el contrario, a la autocompasión, el derrotismo, la envidia, la ira o la actividad frenética. Parece muy complicado, pero tal vez sea tan sencillo como dejarse fluir, reconocer la belleza de lo que nos vamos encontrando, disfrutar de los dones que recibimos y dejarlos ir cuando toque, con agradecimiento y sin apegos. Y para eso hay que buscar diariamente nuestro centro de gravedad en la soledad y el silencio. Sin esperar encontrar fuera lo que mora en nuestro interior.