miércoles, 4 de marzo de 2020

miércoles, 4 de marzo de 2020

El gran teatro del mundo

Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela

En muchas culturas se utilizan máscaras en el teatro, que expresan cada una de ellas un sentimiento cristalizado en una mueca. Lo curioso es que, en Roma, esta careta se llamaba “persona”. Algunas etimologías hacen derivar esta palabra del griego prósopon “delante de la cara” y otras del latín personare “resonar”, porque la voz se concentra por la salida de la boca y adquiere así un sonido más penetrante y fuerte. Las personae identificaban a cada personaje de la obra teatral y lo hacían reconocible para los espectadores.

En Roma, “persona” pasó a ser un término jurídico, designando al ser humano como sujeto de derechos y obligaciones reglamentadas dentro de una sociedad organizada, es decir, sólo en un aspecto muy concreto de su humanidad, que no tenía tanto que ver con su esencia como con su forma de actuar en un ámbito concreto.

¿Qué es entonces la “personalidad” más que una forma de reaccionar ante los demás, aprendida como estrategia social y cultural? Y sin embargo estamos tan apegados a ella que decimos con todo convencimiento y sin dejar resquicios a la duda: “yo soy así” o “es mi carácter”, para justificar nuestros comportamientos y actitudes ante la vida. Pero somos más de lo que mostramos y, a veces, algo diferente, porque ocultamos aspectos de nosotros mismos por miedo a ser rechazados o despreciados, mientras exageramos otros.

Con un poco de observación nos damos cuenta enseguida de que no obramos de la misma forma si estamos en familia que en el trabajo, ni con nuestros hijos que con los amigos. Nos vamos cambiando de careta según vamos pensando que nos va a resultar más efectiva, a veces sin darnos siquiera cuenta. Y somos todas nuestras máscaras y ninguna, como el actor cuando se sube al escenario, que pone algo de sí mismo en el personaje que representa, pero no se identifica con su rol.

¿Qué subyace detrás de mis personajes? La infinita posibilidad. Por eso es tan absurdo encastillarse en una actitud, porque el cambio, el aprendizaje, la flexibilidad… forman parte de nosotros mismos. Y si un aspecto de mi personalidad me está limitando y haciendo sufrir, nada impide que renuncie a él y adopte otro diferente, porque la reinvención está en mis genes.

Tomar distancia de nuestro personaje no evitará que tengamos que salir a escena y hacer nuestro papel, pero al menos nos hará ser plenamente conscientes de que se trata de una representación, no de la realidad. Nos toca llorar o reír, ser ricos o pobres, hacer de reyes o de mendigos… interactuando con otros actores, pero una vez que nos quitamos la máscara todos somos muy parecidos, seres humanos sin etiquetas, que deberíamos vivir el presente como un juego, sin tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos. De esta forma, aunque la vida nos golpee con dureza o nos acaricie con dulzura, no perderemos la paz, ni la perspectiva. Ni olvidaremos que somos uno y lo mismo que todos los seres humanos, que también están representando un rol, por lo que el egoísmo y la soberbia adquieren tintes ridículos, mientras que la empatía y la solidaridad se muestran como inevitables.