Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
En el universo de Peter Pan, creado por el escritor escocés James Matthew Barrie, para surcar el firmamento y llegar volando al país de Nunca Jamás, una isla poblada por piratas, indios, hadas y sirenas, donde se pueden vivir todas las aventuras que a uno se le ocurran junto a los Niños Perdidos, sólo se necesitan tres requisitos: no haber abandonado la infancia, un pensamiento maravilloso y polvo de hadas.
No es casualidad que Rudyard Kipling también describiera en su novela Puck, el de la colina Pook, una de mis preferidas, similares condiciones para poder transportarse al pasado legendario y conversar con los protagonistas de la Historia: ser un niño, el encuentro con un ser mágico y el encantamiento por el roble, el fresno y el espino.
También en la Historia Interminable de Michael Ende, Fantasía tiene que ser salvada por un niño, que accede a ese reino a través de la lectura, convocado por la Emperatriz Infantil. En una entrevista para El País, decía el autor que “para descubrirse a sí mismo, Bastián debe primero abandonar el mundo real (donde nada tiene sentido) y penetrar en el país de lo fantástico, en el que, por el contrario, todo está cargado de significado”. Pienso, como él, que la ilusión nos abre nuevas puertas hacia el conocimiento de realidades más profundas.
Parece que la niñez es un requisito para acceder al mundo de la imaginación. Pero en Hook, el adulto Peter Pan vuelve a ser capaz de volar cuando rememora sus “recuerdos felices” de la infancia. Es decir, si recuperamos la inocencia para ver de nuevo la realidad como un paraíso mágico en el que tienen cabida todos los milagros, en lugar de que nuestros prejuicios y desengaños conviertan la existencia en algo rutinario y gris, podremos de nuevo liberarnos de las correas que nos atan al suelo y volar libremente en un cielo de colores.
Tal vez los críos que piensan que su papá es un héroe y su mamá una princesa no anden tan desencaminados. Quizás seamos los mayores los que hemos dejado de ver las posibilidades que anidan en cada persona y eso mismo hace que nos limitemos y renunciemos a nuestra creatividad, hechizados por los genios malignos del desencanto y el desánimo.
Hay magia en la naturaleza, en la vida y en el alma de las personas, que solo espera que la despierte la mirada de un niño. Pero ¿qué somos los adultos más que Niños Perdidos? Ojalá nos tropecemos con algún hada o duende, algún ser tan humano que parezca sobrenatural, que nos abra los ojos a las maravillas que nos rodean. O tal vez seamos nosotros los que estemos llamados a recuperar nuestra naturaleza feérica y transformar nuestro entorno, batiendo nuestras alas hasta que desprendan polvo de hadas, para acompañar a otros en su descubrimiento de los prodigios de la vida y los portentos de los que somos capaces los humanos supuestamente “corrientes”.