Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Hay una zona de la Luna que no se puede observar desde la Tierra. Ningún terrícola ha sabido lo que había allí hasta que se han realizado exploraciones espaciales, si bien algunos intuían, deducían o imaginaban cómo sería. Pero eso no significa que no existiera, que no fuera extensa, ni que allí no hubiera profundos cráteres y altas montañas. Y sin contar con ella no cuadran los números cuando queremos explicar fenómenos como la gravitación o las mareas, ni se pueden predecir las órbitas del resto de los astros de la galaxia.
También existe una parte de cada uno de nosotros que hemos sumergido en nuestro inconsciente o nos negamos a admitir porque nos resulta dolorosa, vergonzante o atemorizadora. Pero sigue estando y actuando sobre nosotros, solo que con plena libertad de acción porque se mueve en la oscuridad, como un maleante, y no tenemos conciencia ni control sobre ella.
Y de esta forma pretendemos actuar como si nuestras experiencias dolorosas, nuestros sentimientos, nuestras frustraciones, traumas del pasado, imperfecciones… no existieran, sin concederles su espacio. Pero, como hace el agua de lluvia en la tierra, se filtran y forman un depósito subterráneo donde se van acumulando en forma de lágrimas no lloradas, rabia en ebullición, tristeza, creencias limitantes… de manera que llega un momento que siempre está lloviendo bajo nuestro paraguas abierto, incluso en los días de sol. Y no sabemos de dónde vienen esos aguaceros, rayos, truenos y centellas, aparentemente inmotivados.
Siento miedo, como la mayoría, de indagar en mi sombra, por si acaso lo que descubro no me gusta. Pero desde que he intentado poner conciencia en esas zonas ocultas de mí, me he dado cuenta de que no hay razones para temer porque, yo os lo aseguro, nada vamos a encontrar que no sea humano. Incluso nuestras limitaciones manifiestan de alguna manera nuestras potencialidades. Walt Whitman escribió “yo soy inmenso, contengo multitudes”. Ninguno de los muchos impulsos que moran en mi interior me define por completo, ni es en sí mismo bueno ni malo, porque todos tienen su razón de ser. Dentro de mí hay tendencias que se orientan hacia la expansión y el crecimiento, y otras hacia la protección y la seguridad. Lo cierto es que tiene mala fama y consecuencias negativas ser calificado de “egoísta”, “hipócrita”, “orgulloso”, “intrigante”… pero esas actitudes responden a mecanismos biológicos o psicológicos naturales que actúan ante ciertos estímulos, y está en nuestra mano alimentarlas o dejarlas de lado. Pero si no reconozco esas propensiones, ni su origen, nunca podré trascenderlas y tener la libertad de elegir qué deseo de verdad, sin que mis miedos, vergüenzas y culpas decidan por mí.
Recuerdo un taller en el que participé sobre “Encauzar emociones”. Cuando le llegó el turno a la envidia, todos recogimos el tema con las puntitas de dos dedos y expresión de asco, porque ninguno teníamos de “eso”, si acaso envidia “sana”, como si un sentimiento pudiera estar acatarrado. No pasa nada por admitir que me produce dolor que otro disfrute de algo que yo desearía para mí, porque no deja de ser un recordatorio vivo de mi carencia. Lo que yo haga con ese sentir es otro tema. Pero si no asumo lo que me pasa, esa envidia se convierte en un fantasma aterrador, que condiciona mis emociones y mis actos de forma que, para mi desconcierto, acabo haciendo lo que supuestamente quiero evitar. Se da la paradoja de que cuando rechazo mis impulsos “negativos” les estoy dando poder, mientras que cuando los trato con normalidad los desarmo.
La cara oculta de la Luna no es peor, ni esencialmente distinta de la visible. Tampoco lo es nuestra sombra respecto a la imagen que tenemos o proyectamos de nosotros mismos y de lo que deberíamos ser. Si no admito mi lado en penumbra y lo expongo a la luz de mi conciencia, este adquiere una presencia maligna y sibilina. Además, que yo me niegue a verlo no significa que sea invisible para los demás, que pueden manipularme con facilidad, pulsando ciertos resortes de mi persona “con nocturnidad y alevosía” para que yo me comporte de acuerdo a sus deseos sin darme siquiera cuenta de ello. Pienso que la plenitud como ser humano pasa por la experiencia de totalidad, cuyo requisito previo es conocer y aceptar completamente lo que somos, sin tabúes ni restricciones, porque lo que etiquetamos como “bueno” o “malo” son, como la noche y el día, sólo dos aspectos de una misma realidad compleja.