Vivir para contarlo
Ana Cristina López Viñuela
Iriarte escribió una fábula titulada “El oso bailarín”, en la que un oso que ensayaba una danza le pidió parecer sobre su destreza a una mona, experta en la materia, que le contestó que muy mal. No completamente convencido, cuestionó si no estaría siendo demasiado crítica con su forma de bailar.
En ese momento intervino el cerdo, que también estaba presente, y se puso a gritar bravos asegurando que “bailarín más excelente no se ha visto ni verá”. El oso pensó para sí que cuando la mona le desaprobaba llegó a dudar de su talento, pero cuando le alababa el cerdo, que era un ignorante, muy mal debía de bailar. La moraleja es “si el sabio no aprueba, malo, / si el necio aplaude, peor”.
Muchas veces nos pasa como al oso, que cuando no nos sentimos muy seguros de nuestros actos y opiniones, o incluso desconfiamos de nuestra valía, buscamos en los demás la seguridad de acertar, desconfiando de nuestro criterio personal.
El otro día oí hablar por primera vez del síndrome de Solomon, descrito a partir de un experimento del psicólogo Solomon Asch con 123 jóvenes voluntarios en un colegio, a los que dividió en grupos de ocho, supuestamente para realizar una prueba de visión. Dentro de cada grupo, siete de los ocho participantes estaban conchabados para negar que de cuatro líneas verticales dibujadas en un panel, la primera y la cuarta eran de la misma longitud, cuando resultaba obvio que sí lo eran. Después de que opinaran los siete que estaban en el ajo, en último lugar se preguntaba al joven que no sabía nada. Sólo un 25% de los interpelados respondían correctamente, mientras que el 75% restante, después de escuchar a sus compañeros, renunciaban a su criterio y se adherían a la opinión de la mayoría. Preferían abominar de su percepción de la realidad antes que exponerse a equivocarse o a ser rechazados por el grupo.
Obviamente no todas las opiniones tienen el mismo valor, ni nos merecen la misma confianza todas las personas. En muchas ocasiones somos nosotros mismos los que acudimos a expertos o a seres queridos en busca de orientación. No es de sabios rechazar sin más lo que nos dicen, sea lo que sea y venga de donde venga, pues las perspectivas ajenas pueden ayudarnos a matizar y enriquecer nuestro juicio. Pero incluso en esas ocasiones hay que pasar lo que nos dicen por nuestro filtro personal, porque con la mejor intención puede no ser un consejo apropiado para nosotros en nuestras circunstancias. No se trata de rechazar porque sí todo lo que nos llega, como si fuéramos adolescentes que necesitáramos reafirmar nuestra personalidad, pero tampoco de renunciar sin más a nuestra forma de ver las cosas, porque eso nos convierte en sujetos fácilmente manipulables.
Si al oso de la fábula le gustaba bailar, la opinión desfavorable de la mona podía haberle llevado tanto a renunciar a la danza, como a apuntarse a unas clases y practicar. Y si le gustaba, seguro que disfrutaría ejercitándose y planteándose pequeños retos a su medida. Tal vez, después de mucho esfuerzo sería capaz de ganar un campeonato o de ser un bailarín profesional, pero incluso si su talento no daba más de sí, seguro que podría aprender a hacerlo mucho mejor y, mientras tanto, lo pasaría bien. La mona opinaba (posiblemente con toda la razón) que “en ese momento” (y ahí está la clave) no lo hacía bien, pero eso no quiere decir que su parecer fuera absoluto, inamovible y eterno.
Pero si el oso hubiera creído al cerdo cuando le decía que era un crack del baile, incluso aunque hubiera sido una piara entera la que le hubiera aplaudido, no se habría convertido en verdad una mentira, y no le habrían “protegido” ni “animado” diciéndole lo que quería oír, si no era real. Por eso no deberíamos aceptar sin más un juicio sólo porque viene avalado por otras personas. Trayendo ahora a colación el cuento “El traje nuevo del emperador” de Hans Christian Andersen, el rey estaba desnudo, aunque todo el mundo a su alrededor (excepto los borrachos y los niños), incluso él mismo, alabaran la delicadeza del tejido de sus vestiduras para no dejar traslucir que no eran capaces de percibirlo.
El deseo de acoplarnos a toda costa al criterio de la mayoría supone un gran peligro, porque muchas veces no distinguimos si esas personas son insinceras, si hablan de lo que no saben o están siendo manipuladas. Y si eso nos condiciona tanto, nos limitamos como individuos y cortamos nuestras alas, renunciando a nuestra excepcionalidad. El mundo se puede perder a grandes genios y extraordinarias personas porque no fueron capaces de confiar en sí mismos. ¿A qué has renunciado por miedo al qué dirán, a no ser el mejor, a hacer el ridículo, a diferenciarte de la masa? Vuelve a replantearte tus ilusiones y proyectos, porque igual no son tan imposibles como parecía o como te hicieron pensar. Y no tengas miedo de ser el “rarito” del grupo, porque para destacar hay que sobresalir de la mayoría. Pienso que es mejor arriesgarse al fracaso que dejar de lado nuestros sueños y exponerse al rechazo que renunciar a ser uno mismo.