No sé si me daría más miedo “ver muertos” en ocasiones, como el protagonista de la película “El sexto sentido”, que la sensación escalofriante de escucharme decir tonterías como si estuviera abducida por un alien, impotente para evitar seguir adentrándome cada vez más profundamente en jardines frondosos e intrincados, sin vuelta atrás, en lugar de salir corriendo.
El ejemplo supremo de este fenómeno “sobrenatural” fue durante un examen oral de inglés. Como el año anterior no había sido capaz de abrir la boca durante la entrevista, decidí tomarme un chupito de manzana verde junto a la compañera con la que me iba a examinar, por aquello de estimular la conversación, aunque fuera en el idioma de Shakespeare. Y hablamos. Mucho. Demasiado. Podía oírme pronunciar “time” cuando quería decir “wheather”. Y en lugar de rectificar, los nervios me llevaban a cometer más y más errores, de los que era perfectamente consciente, pero que me sentía incapaz de evitar. No creo que haga un “spoiler” si confieso que suspendí. Lo curioso es que mi amiga salió de la prueba diciendo “pues no nos ha salido mal”. También suspendió. Está visto que la “técnica del chupito” no sirve para pruebas orales…
Hace sólo unos días me sucedió algo parecido. Esta vez me sorprendí afirmando que prefería el Ulises de Homero al de Proust, porque era un aburrimiento. Empezamos mal cuando confundí a Marcel Proust con James Joyce, pero lo rematé cuando manifesté mi ignorancia supina y mis prejuicios absurdos. Al darme cuenta de mi estupidez incorporé el “Ulises” y “En busca del tiempo perdido” en mi lista de lecturas pendientes. No sé si me gustarán, pero al menos me formaré una opinión fundada.
La última manifestación del fenómeno es que estuve a punto de negarme una oportunidad de crecimiento personal, porque una experiencia negativa con la persona que iba a impartir un taller casi hace que renuncie a hacerlo. Cierto es que no estuvo oportuno en algunos comentarios sobre mi persona, pero no sé hasta qué punto puedo criticar unos defectos que yo misma comparto (por más que me repateen), como hablar de lo que no sé y pontificar sobre lo que los demás tienen que hacer desde la superioridad moral. Afortunadamente, esta vez logré contenerme a tiempo y no decir algo de lo que ya estaría arrepentida.
Veo al silencio como un hermoso salón vacío que no quiero decorar con un abigarramiento de elementos de mal gusto comprados al por mayor, sino con confortables muebles y preciosos adornos, escogidos con mimo, sensibilidad y sentido. Para lograrlo supongo que tendré que ponderar si lo que voy a decir mejora el silencio y, si no es así, optar por callarme y escuchar. Y vencer el impulso que me lleva a intentar, por medio de esa cháchara absurda, acabar con un silencio que me incomoda, o integrarme en el grupo, o lograr el respeto o la compasión de mi interlocutor, o convertirme por un momento en el centro de atención… reservándome para cuando tenga algo interesante, amable o útil que expresar o que preguntar. Pero sospecho que antes tendré que desprenderme de muchas ideas preconcebidas que aún no me he cuestionado y dejar de lado la palabrería superficial, a ver si consigo hablar de forma consciente, colocando con cuidado una palabra detrás de otra con pericia de artesano. Y, en el peor de los casos, siempre puedo llamar a “Los Cazafantasmas” para que acaben con ese espíritu parlanchín que a veces me posee, y si alguien se quiere apuntar que avise, que igual hacen descuentos de grupo.