
Todos experimentamos momentos de crisis, pero siempre he pensado que existe una suerte de providencia que hace que, junto a las dificultades, aparezcan los medios y personas que nos van a ayudar a vencerlas. Es cierto que no se van a producir cambios en nuestra vida si no ponemos de nuestra parte, pero eso no significa que tengamos que hacerlo todo solos.
Como a mí me gusta poner ejemplos reales y no soy quién para sacar a relucir intimidades ajenas, os contaré algo que me ocurrió hace unos años. Acudí al Teléfono de la Esperanza en busca de ayuda porque padecía ansiedad, con todo su cortejo de malestares físicos y psicológicos: miedo, angustia, malas digestiones, gases, dolor en el pecho… Fueron el taller de autoestima (el primero de otros muchos) y la atención psicológica personal los que me facilitaron comprender y asumir lo que me sucedía, y dar los pasos necesarios para superarlo.
En cuanto uno se presta algo de atención, con honestidad, enseguida se da cuenta de lo que le pasa. La ansiedad provenía de una profunda insatisfacción y de una exigencia continua que la agudizaba. El desencadenante había sido un cambio de trabajo, que implicaba un horario impredecible y que me había llevado a ir renunciando a actividades que me gustaban como el yoga, el baile o el coro, por lo que lo único que me quedaba era la labor profesional. Así que la convertí en el sentido de mi vida, asumiendo responsabilidades y tareas que no me correspondían y que claramente me sobrepasaban. Y dedicando el tiempo libre a hacer maratones de series, pegada al sofá, extenuada. Sintiéndome vacía y llena remordimientos por estar perdiendo lastimosamente mi tiempo en este mundo.
Nadie me dijo lo que tenía que hacer, sino que me animaron a buscar dentro de mí la solución a mis problemas. A mí solita se me ocurrió que tenía que poner límites en el trabajo, aunque eso significara tener que hablar con mis jefes de forma asertiva. De mis propias entrañas surgió la necesidad de profundizar en el autoconocimiento y la espiritualidad, a través de seminarios, talleres y retiros. Mis huesos y músculos me pidieron ejercicio. Mi estómago e intestino que comiera despacio y no de forma compulsiva. Mi mente me reclamó nuevos aprendizajes, como las clases de egipcio jeroglífico. Y de mi alma surgió la necesidad de escribir y poner a disposición de otras personas mi experiencia. Lo hice yo, porque sólo uno mismo puede hacerlo, pero me sentí acompañada en cada uno de mis pasos.
No hay nadie en este mundo que no necesite en un momento concreto del apoyo de otra persona y no hay por qué avergonzarse de ello. La mayor parte de las veces sólo precisamos para decidirnos a dar ese paso que anhelamos, pero que nos asusta, contar con alguien que nos escuche sin juzgarnos, que sepa formular las preguntas adecuadas, que muestre con su presencia y su cariño que confía en ti, porque tú sabes y tú puedes.
Pero aún es más potente el impulso que produce el formar parte de un grupo de crecimiento, donde uno siente que hay otras personas que, a pesar de que tienen sus propias dificultades, están en sintonía contigo y disponibles para ti. Los pequeños logros de cada uno impulsan a todos los demás, que se dan cuenta de que si el otro es capaz de hacer cambios que mejoran su vida, uno también puede. Las excusas pierden fuerza y uno se siente más dispuesto a afrontar su realidad sin que el temor le paralice.
Esto me lleva a agradecer cuanto he recibido, sintiendo el impulso de ofrecer a otros ese oído atento y esa acogida incondicional que tanto me han servido a mí. Porque he comprendido que si recorro junto a otra persona algún tramo del camino de la vida, ambos avanzamos más y mejor que si vamos cada uno por nuestra cuenta, porque nos sostenemos mutuamente.